jueves, 14 de enero de 2010

Deliciosa mordedura de rata

Hace algunas semanas pasaba por la biblioteca de caza, no recuerdo muy bien de qué. Algo de Asimov o un libro de viajes. Me escurría distraídamente entre los anaqueles -lo mejor de la caza es el acecho- cuando de pronto, una rata me mordió en una mano. No me alcanzó con los dientes, sino con esa mirada triste, un tanto alucinada que tienen ustedes aquí a mi derecha. Mirada de perdedor, de corazón en carne viva, de lector impenitente: mirada de rata humana.
Así es que cogí el libro, lo abrí por la primera página, y encontré esto:

Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba a escribirla, tendría una primera frase excelente: algo lírico, como "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas", de Nabokov; y si no me salía nada lírico, algo arrollador, como "Todas las familias felices se asemejan, pero cada familia desdichada es desdichada a su manera", de Tolstói. La gente recuerda estas palabras incluso cuando ya ha olvidado todo lo demás que hay en el libro. En lo tocante a frases de apertura, la mejor, a mi modo de ver, es el comienzo de
El buen soldado, de Ford Madox Ford: "Éste es el relato más triste que nunca he oído". Docenas de veces lo habré leído, y sigue dejándome patidifuso. Ford Madox Ford era uno de los Grandes.

En toda una vida de esfuerzos por escribir, con nada he luchado más varonilmente -sí, ésa es la palabra, varonilmente- que con las aperturas. Siempre me ha parecido que si esa parte me salía bien el resto seguiría de modo automático. Concebía la primera frase como una especie de útero semántico repleto de atareados embriones de páginas sin escribir, resplandecientes pepitas de genio, ansiosas de nacer. De ese gran recipiente fluiría, por así decirlo, el relato completo. ¡Qué desilusión! Ocurrió exactamente lo contrario. Y no es porque escaseen las buenas frases de arranque. Deléitese usted en ésta, por ejemplo: "Cuando sonó el teléfono, a las tres de la madrugada, Morris Monk supo antes de levantar el aparato que la llamada era de una dama, y algo más: que decir damas es decir problemas". O ésta: "Poco antes de que lo descuartizaran los sádicos soldados de Gamel, el coronel Benchley tuvo un vislumbre de la blanca casita de campo del Shropshire, con la señora Benchley a la puerta, y los niños". O ésta: "París, Londres, Djibuti, todo le parecía irreal ahora, sentado entre las ruinas de otra cena más de Acción de Gracias, con su madre y su padre y el idiota de Charles". ¿Quién puede permanecer insensible ante unas frases así? Tan preñadas están de significado, tan, oso decirlo, tan a punto de reventar de significado, que es como si las hincharan los capítulos enteros sin escribir que llevan dentro: sin escribir, auqnue ya presentes. Pero, ay, en realidad no eran más que burbujas, falsas ilusiones, todas ellas. Cada una de esas frases maravillosas, repletas de promesas, era como una caja envuelta para regalo en manos de un niño anhelante, una caja que nada contiene, sino piedrecillas y trozos de basura, a pesar del ruido tan seductor que hace al agitarla. ¡El niño piensa que son caramelos! Yo pensaba que eran literatura. Todas esas frases -y otras muchas, también- resultaron no ser trampolines de lanzamiento hacia la gran novela sin escribir, sino barreras insuperables. Comprende usted, eran demasiado buenas. Nunca logré situarme a su altura. Hay escritores que nunca logran igualar su primera novela. Yo nunca pude igualar mi primera frase. Y mírenme ahora. Miren de qué modo he empezado esto, mi obra final, mi opus magna: "Siempre imaginé que la crónica de mi vida, si acaso alguna vez llegaba...". ¡Dios del cielo, "si acaso alguna vez"! Ya se percata usted del problema. Irremediable. Que lo borren. Éste es el relato más triste que nunca he oído. Empieza, como todos los verdaderos relatos, quién sabe dónde. Buscar el principio es como intentar descubrir las fuentes de un río. [...]

Pasadas las primeras cuarenta páginas me di cuenta de que había perdido la noción del tiempo, que se me hacía tarde -a todos se nos hace siempre tarde, ¿no?-, y que la rata merecía degustarse en mejores condiciones. La encerré en una maleta, y al primero de mis vuelos obligados (Sevilla-Düsseldorf, vía Barajas) me la zampé de un tirón con el corazón en un puño y disfrutando a rabiar cada una de sus pocas páginas.

Firmin es un relato muy Pequeño, pero a la vez muy Grande. Un tarro ajado, modesto, descuidado que, al abrirlo, deja salir a borbotones nostalgia, humor, ternura, filosofía, y por si no fuera suficiente, un montón de frases maravillosamente escritas. Un canto a la vida y a sus miserias, un relato agridulce, vital, con tanta mala leche como gusto por la raza humana. Y, fundamentalmente, una de las canciones más hermosas que se le ha escrito a la dignidad de existir.

Quien nos habla en primera persona es una rata nacida en el seno de una familia numerosa, de madre borracha y descarriada, al que el Destino le gasta la broma de regalarle un cerebro y un corazón humanos. Aprende a leer devorando -físicamente-libros, nos enseña todas sus miserias; lo vemos tropezar, como a nosotros mismos, en su infinito e incorregible anhelo de amar.

Son tres horas de placer asegurado. Si conocéis a alguien con sentido del humor y la tristeza, y gusto por los libros, este es, como suele decirse, "el regalo perfecto para las próximas Navidades".



4 comentarios:

  1. Normalmente no suelo mirar mucho el comienzo de un libro para decidir si lo compro, mas bien me fijo en varias cosas: titulo (mas importante de lo que parece), portada y estructura. Lógicamente lo hojeo un poco, abro al azar y si me convence cae, sino no.

    Pero en cierta ocasión me sorprendió un libro; andaba yo en Canarias haciendo la mili, bastante jodido en mi soledad (los compañeros no eran compañía) y en una pequeña feria del libro usado encontre un libro titulado: “ A traves de los ojos de la Fe “de un sacerdote norteamericano, eran reflexiones bastante interesantes.

    Asi comenzaba el libro:


    El emperador frances, Napoleón I, en una ocasión le pidió a su famoso astrónomo, Pierre Laplace, que hiciera un diagrama de toda la realidad. Cuando Laplace entregó el dibujo terminado al Emperador, Napoleón preguntó: ¿ Y donde está Dios? El cientifico respondió: No tengo necesidad de tal hipótesis para explicar el mundo.

    Dio no aparecia en el dibujo de Laplace. Me pregunto: ¿ hasta que punto está Dios en mi dibujo? “

    Para un creyente en permanente crisis de todo, sin lugar a dudas tremendo.

    Un abrazo.

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  2. La anécdota de Laplace es un clásico (creo que fue algo como "Sire, no necesito esa hipótesis"). Pero mi favorita de ese género es de Haldane. Un clérigo le preguntó con sorna, que tenía él que decir, un científico en constante contacto con la obra divina, acerca del aspecto maravilloso de ésta. "¿Qué le dice la Naturaleza de Dios?", vino a preguntarle.
    Haldane le respondió: "que tiene una afición desmedida por los escarabajos" (de los que se conocen miles de especies)

    Un abrazo

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  3. Genial respuesta!!

    Desde luego es muy complicado comentar alguna lectura de la que no tengas conocimiento.... quizas tendre que comentar cosas de la Ley de enjuiciamiento criminal, aunque imagino que tambien algo habras mirado...

    un abrazo

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  4. hijo de puta malparida

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