miércoles, 9 de diciembre de 2009

De por qué sostengo que Jesucristo acudiría encantado a una boda gay

Hace unas semanas intercambié correos con algunos amigos a propósito de la llamada Declaración de Manhattan, en la cual se recoge el enésimo rechazo cristiano a cualquier clase de aborto y a los matrimonios homosexuales. Después de dialogar con ellos sobre ambas cosas (tan fructíferamente como siempre, porque es gente buena de veras a más de cultivada), quedé en incidir en la segunda de ellas argumentando la desgraciadamente escandalosa afirmación que corona esta entrada. Ahora me toca cumplir mi promesa.

Siendo como soy consciente de que piso terreno pantanoso (porque muchos se han encargado de empantanarlo) lo primero que quiero explicar es a qué me refiero con ese acudir y ese encantado. Muy sucintamente: a que hubiese bendecido esa unión, a que hubiese aceptado participar del evento, y a que lo hubiese tomado como una puesta en práctica más de sus preceptos morales. Para soportar mis palabras, supondré que existió un Jesucristo tal y como lo exponen los Evangelios canónicos (un acto de buena voluntad en sí, tras Nag Hammadi), y que lo que en estos se dice que Jesús dijo e hizo basta para saber su opinión sobre la generalidad de dilemas morales que afectan al ser humano -particularmente éste. Es, justamente, lo que entienden las distintas iglesias cristianas, que han sido capaces de editar un corpus de normas detalladísimo a partir de esos mismos pocos relatos, así es que no espero mayor oposición en este punto.

Antes que nada, parece claro que a Jesús le gustaban las bodas. Si atendemos a lo que cuenta el evangelista Juan a propósito de lo acontecido en Caná (Jn 2, 1-12), debieron de gustarle bastante, porque en aquella ocasión llega a obrar un milagro para que el vino no falte en la fiesta. Y es normal: alguien que celebra el Amor (en mayúscula y sin apellidos) no puede sino regocijarse con la celebración de un rito por el que dos personas, libremente, se compremeten a amarse. Que es justamente en lo que consiste una boda, sea hetero- u homosexual. Tampoco era un remilgado; en Lc 7, 34 se cita específicamente que comía y bebía con fruición, y dado su gran -y llano- corazón procede imaginarlo compartiendo con sus hermanos en completa armonía ocasión tan señalada.


Pasemos ahora a lo más obvio: Jesucristo no condena en ningún momento la homosexualidad. Ni siquiera se ocupa de ella, y de hecho, los asuntos sexuales le traen absolutamente sin cuidado. La conclusión sensata es que tenía tales cosas por nimiedades. De igual forma, todas las personas de bien saben que las posturas practicadas o los orificios empleados no son más que un aspecto circunstancial de la práctica sexual. La cantidad de amor implicada, por supuesto, tampoco tiene nada que ver con las modalidades del acto en cuestión. Y aún más: para la gente que se ama -y es justo presuponer que la que quiere casarse es porque se ama-, el sexo es un aspecto absolutamente secundario. Jesucristo pensaba igual; hizo falta una aplastante tradición posterior de célibes mal avenidos con su elección o su suerte para poner en el primer plano los asuntos de alcoba, cuando para el Galileo y para mucha otra gente sana que se casa aquel es un aspecto menor -si bien no desdeñable-a la hora de decidir un proyecto de vida en común.

Y no es que no enumere procelosamente lo que no le gusta: en Mc 7, un pasaje decisivo que después retomaré, se refiere a lo impuro, y menciona "
los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, maledicencia, soberbia, falta de sentido moral" (21-22). Ni una palabra sobre la homosexualidad.


Esto es muy importante aunque no es completo: se señala con cierto fundamento que, verbigracia, del hecho que el Mesías no dedicara una palabra a la esclavitud no se deduce que la aprobase, ya que no dispuso de tiempo para pronunciarse acerca de absolutamente todo. Pero si aplicamos la regla de oro, no hay posible confusión entre ambos casos. Basta con atender a sus principios morales, que en realidad se condensan en uno solo (“un solo mandamiento os doy...”; Jn 13, 34): la práctica sistemática e incondicional del amor. Con este precepto en mente resulta tan fácil comprender que hubiera aprobado cualquier unión basada en el amor mutuo, como que le hubiese repugnado cualquier forma de sometimiento.


En los Evangelios abundan los pasajes en los que Jesús demuestra un olímpico y a ratos apasionado desdén por los formalismos y una decidida apuesta por el meollo del asunto, que no es sino la práctica del Amor. Mi pasaje favorito está en Mc 3, 1-6: Jesús cura en sábado, algo prohibido por la ley judía, y no duda en mirar con desprecio a los que le recriminan saltarse una regla que, de aplicarse literalmente, impediría cometer un acto de justicia y aliviar el dolor ajeno. Y de hecho las Escrituras están atravesadas por todos lados por una idea relampagueante, luminosa y crucial: sólo "los fariseos y los doctores" (Lc 11, 37-54) se entretienen en los detalles reglamentarios, en lo accesorio y en lo ajeno a la práctica del bien. Qué se produzca o no la penetración y en su caso cómo se produzca ésta es algo que nada quita y nada pone al afecto, al respeto y a la consideración mutuas, y eso es algo que al Hijo del Hombre no le hubiese robado -como al parecer no le robó- ni un minuto de su tiempo.

Jesucristo sabe que no hay árbol bueno que de fruto malo (Lc 6, 43), y eso es lo mismo que decir que no hay amor sincero que se pueda repudiar por sus particularidades fisiológico-sexuales. Aquí es donde viene a cuento el precioso pasaje de Mc, 7, donde Jesús aborda la verdadera pureza. En los versículos 1-8 Jesús la emprende de nuevo contra los fariseos y escribas que atienden a la letra y desprecian el espíritu de las normas éticas. A la altura del 14, destroza todas las hipocresías de este mundo, incluída la homofóbica: " Oídme todos y entended. No hay nada fuera del hombre que, al entrar en él, pueda contaminarlo, sino que lo que sale del hombre es lo que contamina al hombre [...] ¿No comprendéis que todo lo que desde fuera entra en el hombre no puede contaminarlo, porque no entra en su corazón, sino en su vientre, y va a parar a la letrina? [...] Lo que sale del hombre, eso contamina al hombre". Jesús está hablando de las prohibiciones alimenticias específicamente condenadas en el Antiguo Testamento, y lo mismo cabe decir de las caprichosas consideraciones sexuales del mismo Texto (donde, por ejemplo, las mujeres menstruantes son impuras). En términos ibéricos, el Galileo está haciendo lo mismo que el ínclito protagonista de los Serrano, un proverbial Antonio Resines: denunciando la mirada sucia que es capaz de pervertir lo único que importa, que es -y perdón por la reiteración- el Amor.

Todavía hay quien ha argumentado el rechazo de Jesucristo a la homosexualidad sobre la base de que, al hablar de parejas, se refiere siempre a esposo y esposa. Esta es una afirmación insostenible si se tiene en cuenta el contexto histórico. Por supuesto, en el tiempo y lugar en que se desenvolvió Jesús, no había parejas homosexuales, porque gracias, entre otras cosas, al Antiguo Testamento, la homosexualidad se pagaba con la muerte por lapidación. Si a Jesús se le hubiese ocurrido hablar en términos equívocos a propósito de qué tipo de parejas tenía en mente, no habría vivido lo suficiente para sufrir su procesamiento y posterior Pasión. Y así lo entiende hasta quien se escuda detrás de esta mala excusa; por eso, cuando en la única ocasión en que Jesús condena el divorcio lo hace en estos términos:

“Todo el que despida a su mujer, excepto en asunto de fornicación, la expone a cometer adulterio” (Mt 5, 31-32)

esas mismas personas entienden que el hecho de que no ofrezca el mismo derecho a las mujeres (el de repudiar a sus fornicantes esposos) se debe a que habla el lenguaje de su tiempo, no a que entienda que las féminas disponen de menos derechos que el varón. Ésta, como la muy manida acerca de las interpretaciones metafóricas del texto bíblico, es una norma exegética razonable... siempre y cuando se aplique en todos los casos similares de forma similar, por supuesto.


Hay personas que rechazan la homosexualidad y por lo tanto a los matrimonios de este signo bajo el supuesto de que “no es natural”. No viene mucho al caso, porque Jesucristo no alude ni una sola vez a “lo natural” en los Evangelios, pero merece la pena tratarse porque la gran mayoría de los que se han dicho cristianos tras su Maestro se han acogido a ese clavo ardiendo a la hora de infamiar, condenar o ajusticiar a los homosexuales. Hoy sabemos que en la práctica totalidad de especies animales estudiadas se da la homosexualidad, y que no hay época humana documentada en la que no haya existido. Desde el punto de vista de "la naturaleza", la cosa está más que clara. Pero todavía hay quien ante estos hechos se arroga el derecho de decir lo que Jesús no dijo e imputarle que “Él nunca hubiese aprobado un uso del cuerpo distinto a lo que su Padre diseñó”. Tal cosa, absolutamente argumentativa, sería lo mismo que condenar el celibato y la virginidad: es seguro que si Dios nos creó deseó que tuviéramos relaciones sexuales, pues para ello nos dotó de clítoris y vergas y otros mecanismos -para que sintiéramos placer al amarnos. Así es que tan antinatural es emplear el ano para lo que no parece estar pensado como dejar de usar el pene para lo que sí lo está. Puesto que Él mismo fue célibe y su madre, según nos cuentan algunos, virgen, este razonamiento debe ser descartado: Jesucristo demostró que una cosa son los instintos, los impulsos y la llamada de la biología y otra distinta lo que el ser humano bueno decida hacer con ellos.



Los Evangelios guardan una cláusula envenenada, que es excusa predilecta para quienes tratan de justificar el Antiguo Testamento. En efecto, en varios pasajes Jesucristo da a entender que sólo es un continuador de Moisés y Abraham (Jn 5, 46-47; Jn 8, 57-59). No entraré a valorar la fortaleza de esta ligazón ni las intenciones continuistas del Galileo; pero necesito analizar sus consecuencias en cuanto a lo que nos ocupa. Si es verdad que Jesucristo acataba la ley mosaica y que por tanto lo que cuenta son las prohibiciones del Levítico (18, 22 y 20, 13, que por cierto, nada dicen de la práctica lésbica), entonces no veo la manera de exonerarle del resto de barbaridades de este mismo libro, como la prohibición de comer crustáceos o el poco pedagógico mandato de lapidar (un deporte con multitud de practicantes federados por aquel entonces, como puede verse) a los hijos díscolos. Ninguna persona seria y sana piensa que Jesús mantuviese que comer gambas fuese un pecado, y también consta su condena expresa de la Ley del Talión, que para Yahvé era algo así como el pan nuestro de cada día. Por la misma razón no puede mantenerse que la homosexualidad sea pecaminosa para Jesús por el hecho de figurar en el citado -e ignominiosamente inmoral-texto.

Por lo demás, cualquiera que haya leído la Biblia entenderá que, moralmente, Antiguo y Nuevo Testamento son del todo incompatibles. Sobra un botón de muestra: donde en un sitio se exhorta a poner la otra mejilla, en el otro se cometen genocidios por expreso mandato divino. Hay muchos ejemplos, del que el de los medianistas puede ser el caso más espeluznante (Nm 31, 13-17). Los gnósticos, hace dos mil años de nada, lo tuvieron tan claro que sostuvieron que el Antiguo Testamento no era sino la obra de un diablo maligno, un dios impostor y sanguinario. Nosotros, aparentemente, aún seguimos dándole vueltas al asunto, y, que se sepa, no hay fecha prevista de abolición por parte del Sumo Pontífice. En algunos países supuestamente civilizados aún hoy se jura en los juicios por un libro cuya mitad resulta tan poco edificante.


Hay una última hipótesis interesante que no hay que dejar escapar, porque abunda en idénticas conclusiones: que Jesucristo fuese Dios –sea como parte del Dios trino o en cualquiera de sus otras versiones teológicas. En ese caso, sería razonable suponerle una cierta omnisciencia. Hoy sabemos que algunas personas nacen homosexuales; aunque por supuesto no se haya localizado “el gen gay”, entre otras cosas, porque muchos caracteres humanos son poligénicos. Los psicólogos admiten sin pestañear (y por supuesto niegan que sea patológico) que hay gente que se ve encerrada en un cuerpo que no se corresponde con su sensibilidad y sus apetencias carnales. Siendo así, debemos admitir que Jesucristo sabía lo mismo, y por tanto, no podía condenarlo, porque de hacerlo, estaría condenando la sagrada obra de Dios.


Esta evidencia ha llevado a algunas mentes abyectas a determinar que Dios podría castigar precisamente a algunos padres por sus pecados haciéndoles nacer un hijo homosexual. No tengo demasiado tiempo que perder en asquerosidades de este calibre, así es que zanjaré el tema diciendo que tal cosa:

- parte de una falacia, porque por todo lo expuesto Jesucristo no estableció que la homosexualidad fuese un mal, y no habiendo mal no puede haber tal castigo;

- tal aserto supone una deleznable exaltación de la soberbia; la de imputar pecados a gentes cuyo comportamiento se desconoce y que en la inmensa mayoría de los casos se desviven por sus hijos, a los que quieren y respetan.


Conviene retener en mente que detrás de estas amenas disquisiciones sobre si son galgos o podencos hay unos cuantos millones de personas sufriendo por ser tratados como personas de segunda. Lo digo por los que piensan que la teología es una cosa pasada de moda, que a Declaraciones como la de Manhattan todo el mundo les hace la pedorreta y cosas así. Este es un asunto serio, que en el civilizado siglo XXI tiene su precio en lágrimas como antes lo tuvo en sangre y todavía lo tiene entre mis primos mahometanos, que van de coherentes por la vida y se encogen de hombros cuando desde Roma les afean el gesto. Por cumplir el Levítico en su versión coránica.


Uno de mis lúcidos amigos cristianos apunta, muy justamente, a que la solución final pudiera pasar por deslindar completamente matrimonio civil y eclesiástico. Es un separatismo práctico que acaso relaje las tensiones, aunque no estoy seguro de que sea una buena estrategia comercial para una religión que no anda precisamente boyante de clientela. Una religión que, llamando enfermos a los que sólo son distintos, prescribiéndoles castidad y negándoles la misma consideración que al resto de sus hermanos, no sólo atraen sospechas sobre sus muchas otras propuestas moralmente interesantes, sino que incumplen, sistemática y tozudamente, el mandato de Amor que Jesucristo legó al mundo, y por el cuál fue torturado y finalmente muerto en la cruz.




2 comentarios:

  1. Hola David,

    De acuerdo contigo, Jesús siempre estuvo con los oprimidos, especialmente si eran minoritarios. Transgredió lo establecido, rompió moldes en primera persona y practicó la bondad incluso con violencia si la oportunidad lo merecía.

    Ahora, volviendo al tema principal y con un toque de humor, también estoy seguro que no habría ido a según que boda gay, y habría repartido leña a muchos que de su condición hacen exhibición indecorosa y de mal gusto.

    Un abrazo y enhorabuena por tu aportación a la cultura.

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  2. Muchas gracias por los ánimos, René
    Lo cierto es que últimamente tengo complejo de largar unos tochos infumables. Tengo que hacerme más liviano, y lo haré.

    Un abrazo

    PD. Jesús donde la habría armado bien gorda es en cada boda-pedorra de esas que luego se venden en el Diez Minutos. No habría dejado ni una silla en pie

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