Ya está: como la escena con la que arranca la segunda parte de 2001, Una Odisea del Espacio de Kubrick. Me he tomado mi tiempo para pensar cómo explicar a quien no le haya leído la prodigiosa escritura del filósofo, docente, escritor y también amigo José Ramón Ayllón. Eso es; justo cuando, tras la mayor elipsis de la historia del cine, ese hueso-útil-arma que asciende a los cielos para convertirse en sofisticada estación espacial abre paso a una cósmica danza de planetas, satélites y naves mecida por el vals del Danubio azul. La música de las esferas; "el cosmos que canta", que diría el clásico; una harmonia que sosiega y reconforta. Todo aquel que alguna vez se plantó delante de un folio en blanco sabrá apreciar en su justa medida el prodigio, aún más cuando de lo que se trata es de hacer filosofía. Algo que consigue precisamente con la elegancia que él encuentra en los franceses -esa que su proverbial humildad nunca le dejará atribuirse.
La obra de José Ramón es importante en la medida en que confirma que la filosofía es algo que se hace, no meramente algo que se estudia. Esto es: él pertenece a la estirpe de los divulgadores, la que a un servidor le interesa cuando elige pasar un rato leyendo o escuchando. La sophia que a mí me excita es la que apunta a la sabiduría, la que se atreve con la felicidad, la muerte, la conducta ética o el amor. Por eso me lo he leído casi enterito, y por eso no puedo dejar de recomendarlo a quienes les vayan las mismas cosas. Dicho sea con todo el sarcasmo del mundo y me explico. Hace algún tiempo un buen amigo mío confesaba no haber leído jamás un libro de filosofía al tiempo que se (me) preguntaba por qué debía animarse a hacerlo. Yo le respondí que si era feliz, estaba seguro de actuar correctamente en todo los casos, tenía perfectamente claro el papel de los demás (pareja, amigos, hijos, los otros) en su vida, estaba preparado para encarar la adversidad y además conocía las claves que le permitirían seguir en parecida situación en el futuro, pues no, en efecto, no necesitaba para nada a la filosofía.
Pero por encima de todo -que me corrija si me equivoco-, José Ramón es un gladiador de la educación. Y lo digo "bélicamente" sin percepción alguna de estar exagerando. Ahí fuera, en las aulas de los colegios e institutos de este país -puede que algo más que en otros-, se está librando una cruenta batalla. Es la guerra de la sociedad del mañana; allá se están fraguando las futuras empresas y las futuras huelgas generales, la futura democracia o las futuras tiranías, la futura felicidad, la posibilidad del misma del estado de bienestar o de alguna variante aún más benigna. Los números dicen que estamos perdiendo, pero gente como José Ramón sigue peleando, y creo que le admiro más por eso que por sus libros. Y por cierto que espero, más pronto que tarde, poder combatir a su lado.
Conocí a José Ramón a través de una profunda desavenencia a propósito de un artículo suyo en Alfa y Omega sobre la teoría de la evolución. Él fue lo suficientemente amable -y gallardo- como para contestar, para dialogar conmigo, para poner a combatir sus argumentos contra los míos. Y de hecho, en estos tres años que pasaron desde entonces, a menudo discrepamos sobre esto y aquello, de forma que a primera vista pudiera parecer que nuestros principios difieren en casi todo. Nada más lejos de la realidad: es sólo que en filosofía sólo se incide en aquello sobre lo que se discrepa. Está explícitamente prohibido hacerse palmas al compás, pues tal cosa no enriquece, no amplía el horizonte. Me juego mi inexistente plan de pensiones a que nuestras respectivas maneras de deambular por el mundo se parecen muchísimo aunque se asienten en creencias tan diametralmente distantes. Yo se lo resumo con palabras de Marina: tenemos los mismos enemigos (la miseria, la vulgaridad, el egoísmo, ...), Joserra, pero amigos diferentes. Y además tampoco tan diferentes.
Ya que estamos con Marina, me voy a permitir otro símil, éste pelín más subversivo, que espero a él no le chirríe, para que entiendan lo que yo creo que significa "el toque Ayllón" en el panorama de la divulgación filosófica patria. Por un lado tenemos a los tres tenores -los que acaparan portadas y grandes tiradas. Fernando Savater, José Antonio Marina y Javier Sádaba, que vienen a ser, respectivamente, Pavarotti, Domingo y Carreras. Los tres son grandes y a los tres recomiendo también leer, y a todos ellos debo mucho de mi propia visión del mundo. Pero luego, cosa aparte, está (ay, estaba) Alfredo Krauss. Clase y sensibilidad - singularidad y canto vivo, muy vivo. Pues José Ramón Ayllón viene a ser el Alfredo Kraus de la philosophía.
¿Con qué pueden atreverse los que se animen a leerle? Con cualquier cosa. Tiene una veintena de libros publicados, y cada página suya merece ser leída tanto por continente como por contenido. Para empezar, su obra es un canto a la anti-trivialidad. Cada párrafo te hace pensar, replantear lo que conoces y crees. Para seguir, ha compuesto una especie de pórtico, de marco genérico para todo aquel que al que inquiete el arte de vivir.
Para el neófito, sus libros de texto sobre historia de la filosofía o ética para la ciudadanía (la de espadas que habremos cruzado con eso...) son un reconfortante aperitivo. Para todos, su excepcional Desfile de modelos, o la Ética razonada o su antropológico En torno al hombre. Mi favorito es sin duda Tal vez soñar, porque con él logra el maridaje de la mejor filosofía con la literatura más excelsa. El milagro de hacer alta cocina apta para toda clase de paladares. Al que quiera un viaje introductorio, apretado, le invito a leer ¿Es la filosofía un cuento chino?, tan fresca y tan clarividente a la vez. Y para el que quiera pillar a José Ramón en su vis lírica, en uno de sus arranques de sensible creatividad, vale cualquiera de sus intimistas novelas -por ejemplo Otoño azul.
Hace unas semanas tuvimos la ocasión de conocernos in person en una visita que pagó a nuestra ciudad. Fue una constatación, tras muchas cartas cruzadas, de que la erudición no tiene por qué estar reñida con la afectuosidad, la cercanía y el sentido del humor (¿ no es más bien al contrario?). Compartimos un refresco, tocamos fugazmente -¡él me debe más tiempo para la próxima vez y lo sabe!- los temas que nos avientan, y creo que nos pusimos de acuerdo en que en esta sociedad especialmente huérfana de filosofía habría que hacer que ésta cantara, bailara, y lo que haga falta para que puede llegar al más amplio público posible. Una filosofía que ría -que se ría de sí misma, de paso-, que demuestre todo lo excitante que puede ser, que vuelva por sus fueros, que se centre en el hombre.
Se cumplió, en suma, lo que adelantó Goethe -que no conoces a un amigo hasta que te escribes con él. Puesto que nosotros habíamos adelantado ese camino previo, fue como si nos conociéramos de toda la vida. Tan sólo añadí el hecho de corporeizar toda la calidez y profunda humanidad que este burgalés austero, sereno y genuino ya había dejado traslucir en su paciente correspondencia.
Y, que quieren que les diga. Que Pavarotti te pone los pelos como escarpias con cualquiera de sus Nessun Dorma; que Domingo llega a una nota imposible con la Celeste Aida que canta bajo la batuta de Giulini; y que la voz argéntea y quebradiza de Carreras se le clava a uno en el esternón cuando, flaqueando, aquel le dice a su compadre Marcello aquello de Mimì é tanto mallata....
Pero que uno no puede menos que rendirse a la Furtiva lacrima que el maestro Krauss derramaba de cuando en cuando. Más aún en tanto que Krauss era, por encima de cantante, maestro de cantantes, y que nos dejó como herencia a un buen puñado de buenos artistas como muestra de su generosidad.
Así es que, maestro, Joserra, que sigas cantando en las librerías, en la universidad, en el instituto, o dende sea. Por aquí te seguiremos escuchando, al tiempo que te arranco, entre polémica y polémica, alguna que otra lección.
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