miércoles, 5 de mayo de 2010

El sabio que comía pepinillos

Empecé hace cinco años, según recuerdo. Volvía yo entusiasmado de una formación de empresa en liderazgo (“Growing Leaders” se publicitaba, oscura esperanza para un bajito ¿incurable?) y estaba el concepto fresquito: storytelling. Me lo explicaba un enorme maestro que responde al nombre de Stefan Wills, ahora también amigo, al que siempre estaré agradecido por aquellas tres semanas de curso. Storytelling es el arte de contar historias para persuadir, explicar, arrastrar, enseñar, seducir; para liderar, en suma. Algo que suena a último chillido del penúltimo mega-gurú americano pero que viene por lo menos desde Homero, ahí es nada. “Cuenta historias”, me contaba el bueno de Stefan. “Una directriz, un discurso y no digamos una lectura de un procedimiento se olvidan a los pocos instantes, pero una buena historia no se olvida jamás”. Así es que me dije que iba a ponerlo en práctica a ver por donde salía el tiro, si por delante o por la culata.

Viene al caso una aclaración previa. Por mi trabajo, y por dónde trabajo, el caso es que entre nuevas incorporaciones, sustituciones y prácticas tengo la responsabilidad –y el placer- de tener que “introducir” a cierta cantidad de personas en la compañía que eventualmente me financia la hipoteca y mis otros caprichos. Una parte fundamental de ese proceso consiste en explicarles qué lugar es éste al que llegan, qué se espera de ellos, que ventajas e inconvenientes tiene, etcétera. Yo acababa en aquel entonces de adquirir esa responsabilidad como director de departamento, y llevaba algún tiempo dándole vueltas al asunto de la charlita introductoria. No me gustan un pelo -ya no- los discursos ampulosos y los púlpitos me dan bastante grima (los pulpitos, en cambio, me encantan –perdón-), así es que me vino como anillo al dedo el susodicho storytelling.

La vuelta en avión desde Mülheim me la pasé dándole vueltas al asunto de la historia en concreto que iba a contar. Porque una cosa es el “conceto”, que diría Manuel Manquiña, y otra muy diferente el plasmarlo en algo que se pueda contar. Rememoraba, entre turbulencia y turbulencia, cual Pequeño Saltamontes, el consejo de Stefan (“cuenta algo que conecte contigo”), cuando se me ocurrió recurrir a un cuento zen. El mundo zen es algo a lo que vuelvo siempre que puedo, algo especial para mí. La idea era pues mandar esos mensajes introductorios encerrados en una fina cápsula con forma de cuento chino (japonés). Con la ventaja añadida de que los cuentos zen no tienen una fácil moraleja como los clásicos de Perrault o d elos Andersen (que también tienen su miga), son más abiertos y ricos en la interpretación. ¿Cuál usar, entonces? La bombilla se encendió y así se insertó en mi modus operandi este divino sabio que comía pepinillos del que les hablo.

Debuté con una tal Natalie, ahora buena amiga (¡y vecina!), y en el lustro que ha pasado no ha dejado de darme satisfacciones. Primero, porque parece funcionar muy bien con el resto de cosas que organizo en esos pasajes introductorios. Eso dice la gente y aunque uno no puede fiarse demasiado de lo que escucha cuando es “jefe” (una palabra que por otro lado detesto), creo que lo dicen de veras. Segundo, porque todos parecen recordarla con nitidez sin que el paso del tiempo les haga mella –y hasta más de uno me ha confesado que la ha incorporado a su repertorio, dentro y/o fuera del trabajo. Y, tercero, y más que nada, porque me encanta contar historias y porque lo paso bomba con la puesta en escena y ahora que me he perfeccionado puedo incluso registrar la cara de mis interlocutores, que se debaten en tremenda lucha por no salir corriendo, soltar una mueca en plan “este-friki-de-qué-va”, reírse o llorar al comprobar en el extraño sitio en el que han entrado a trabajar y el excéntrico “jefe” que les va a tocar soportar.

Aunque al final, según parece, le encuentran su sentido. Razón por la cual, ahora mismo, yo les voy a contar la historia a ustedes.

Un joven de aspecto insulso pertrechado con un bote de pepinillos hace acto de presencia en las puertas del monasterio Han-hsin. Lleva una nota en la mano que hace entrega a su abad, el venerable Tun-Wang , que ha sido alertado de la presencia del desconocido muchacho. La nota la firma el noble Chin-Mang, antes compañero de estudios y que semanas antes ha recibido una carta del propio Tun-Wang en busca de consejo. Han-hsin es una gran institución, pero su director espiritual tiene un problema: se hace mayor y no da con un sucesor viable. En la nota, su amigo Chin-Mang le cuenta que se está muriendo, pero que, antes de acceder a una nueva reencarnación, pretende ayudarle en su dilema enviándole a su pupilo Wu-Ming. Ese que ahora sonríe, pepinillos en ristre, a las puertas del monasterio y que en lugar de repartir las habituales reverencias y hacer apología del silencio le pregunta, con una inmensa sonrisa en el rostro, qué hay para cenar. Sus únicas necesidades, según le cuenta, son los pepinillos y el sueño. Es de una simpleza total.

Han-hsin no es un lugar fácil para vivir. Los monjes trabajan duro, duermen poco, se esfuerzan hasta los límites. La rivalidad y la ambición, aún desde la búsqueda de la excelencia personal, son enormes. Así es que el perplejo maestro Tun-Wang cree que con la llegada del nuevo monje sus problemas, lejos de solucionarse, se van a multiplicar.

Pero contra todo pronóstico, Wu-Ming encaja a las mil maravillas allí. Le encanta su simple trabajo en las cocinas, donde pela una verdura detrás de otra. Cuando los monjes se reúnen en la sala de meditación, puede verse a Wu-Ming en ejemplar postura del loto, con gran paz interior… durmiendo como un bendito. Cada cosa que el resto de monjes alcanzaba con gran esfuerzo y dedicación era accesible al joven Wu-Ming sin aparente esfuerzo.

Por turnos sus compañeros se muestran celosos, perplejos, hostiles, irritados, pero finalmente caen rendidos a la “profunda” sabiduría del nuevo practicante, hasta el punto que su sonrisa y su facilidad al acometerlo todo (la marca del Gran Camino) van labrando su leyenda. Sus respuestas a las inquisiciones de sus colegas son certeras, brillantes e instantáneas. Si alguien le pregunta “qué es lo más maravilloso del universo”, él responde, previsiblemente: “los pepinillos” (zampándose un par a modo de ejemplo). “El universo es un pepinillo y un pepinillo, el universo”; piensa el interrogador. Pero Wu-Ming insiste en que se deje de tonterías, que un pepinillo es un pepinillo y ya está. Entonces, la iluminación golpea al interlocutor de manera definitiva: “el universo es deliciosamente agrio”.

Muchas otras anécdotas del mismo tenor construyen su fama, la cuál llega a oídos del emperador, que le llama a consultas junto a Tun-Wang como representantes del budismo en el debate de las religiones. El emperador, en efecto, ha decidido que la enorme diversidad de cultos del reino es fuente de confusión, y quiere nombrar una religión oficial. Durante tres largos días las distintas delegaciones confucianas, taoístas, etc. exponen al emperador sus razones sobre por qué sus doctrinas deben ser las elegidas.

Wu-Ming, que asiste con Tun-Wang al despliegue teológico, está cualquier cosa menos a gusto. El tumulto imperante y las largas jornadas le impiden dormir, y su provisión de pepinillos empieza a mermar severamente. Está descolocado. De modo que cuando el chambelán les hace llamar en presencia del emperador, Tun-Wang se teme lo peor. Si por el algo es conocido el emperador es por su absoluta falta de sentido del humor, así es que la situación, con un Wu-Ming somnoliento y cariacontecido, deviene imprevisible.

Ya en presencia del Hijo del Sol, el chambelán les transmite la pregunta clave: “Honorable Wu-Ming, su Majestad ha recibido noticias de vuestra fama en el Reino como hombre de elevada sabiduría. Su pregunta, como al resto de personas aquí presentes, es la siguiente: ¿por qué debería ser la doctrina que vos practicáis la elegida como espiritualidad oficial del Reino?”.

Sigue un silencio sepulcral de Wu-Ming. Tun-Wang, que teme que finalmente haya cogido el sueño, estira con fuerza pero también con disimulo la coleta del monje para hacerlo reaccionar.

El chambelán comienza a enojarse: “Honorable Wu-Ming, el Emperador no espera. Desea que sus órdenes se obedezcan. No atender a sus requerimientos sería interpretado como una enorme falta de respeto”.

Tun-Wang suda copiosamente. No es la primera vez que un error así se salda con la cabeza de los ofensores en el suelo. Pisa a Wu-Ming, que tiene los ojos cerrados, con gran violencia. Este parece alzar la vista, para sumirse en su retiro mental después.

Ahora no sólo el chambelán, sino el propio emperador muestran su enfado; éste aparta a aquel y toma la palabra en tono airado: “¿Qué esperas, desdichado? ¿Osas deshonrar así a tu Señor? ¿Acaso no te han hablado del hacha de nuestro verdugo? Responde o muere: ¿por qué habríamos de escoger tus doctrinas como religión del Reino?”

Y en estas Wu-Ming, se da la vuelta y se va. Ninguno de los presentes da crédito a lo que está viendo: le ha dado la espalda al Hijo del Sol y ha cruzado los grandes portones, perdiéndose en un largo pasillo. El aliento de los presentes puede masticarse; todos aguardan la condena del emperador, que piensa para sí: ¿qué hago? ¿cómo encajo este desaire y lanzo un mensaje conciso a mis súbditos?

Entonces, el emperador toma la palabra, y dice: “Wu-Ming, en su inmensa sabiduría, acaba de escenificar para nosotros cuál es la mejor opción. Cada cuál ha de tomar su propio camino, y no tiene sentido limitar el secreto Camino del Cielo a una sola forma, a una sola opción. Podéis marcharos, no habrá religión oficial”. Una explosión de júbilo saludó el hallazgo de tan grande verdad.

Tun-Wang, aún sobrecogido, corrió a la calle a buscar a Wu-Ming, pero este ya se había perdido entre la muchedumbre. Al parecer, pasó el resto de sus días vagando por el mundo, hospedándose entre buenas personas que, a cambio de su involuntario consejo, le ofrecían un lugar donde dormir y algunos pepinillos que comer. Cuentan que casi al final de sus días pretendió volver a la casa en la que había nacido, y que en su búsqueda preguntó a otro monje con el que se topó:

“¿Sabes en qué dirección he de tomar para encontrar mi hogar?”

A lo que éste le respondió:

“¿Te refieres a tu hogar en el tiempo y espacio físico o al Hogar original de la inmortal naturaleza del Buda?”

Tras tomarse unos segundos de pausa reflexiva, el ya anciano Wu-Ming miró a su joven interlocutor, sonrió como sólo él sabía sonreír y le respondió a su vez:

“Sí”

Y ahora les digo lo mismo que a sus originales oyentes.

¿A ustedes que les sugiere esta historia?

6 comentarios:

  1. La verdad David es que la historia me gusta pero me pierdo el final. No se si sera cuestion de inteligencia o de percepcion, pero no capto bien el mensaje.....
    Como no me duelen prendes reconocer las cosas, asi como cuando no capto un chiste (que no suele ser habitual) te pido me des tu vision...
    ¿que suele decir la gente?

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  2. Hay muchas cosas que la gente comparte: demostrar personalidad, seguir el propio camino, hacer lo que uno debe hacer sin sucumbir a las presiones del entorno, encarar la vida con alegría e independencia. Pero luego hay muchos matices, y en realidad, no hay dos versiones iguales. Esa es la grandeza de la sabiduría, que es un estado mental y no una respuesta concisa (o eso creo yo al menos).
    Mi versión del final, que sólo es la mía y sólo es una, es que no hay más casa, más hogar, que tu equilibrio interior. Que nuestro centro y polo de atracción está allá donde nos sentimos plenos, realizados, y que bien haríamos en dirigirnos hacia allí constantemente. Pero insisto en que sólo es mi opinión, y ni siquiera puedo explicarla bien con palabras.

    Un abrazo

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  3. Yo me referia a la contestacion, es que la contestacion no se... me deja un poco. logicamente me quedo con que el tiene su camino y es el que sigue, le guste a los demas o no, le suponga reconocimiento o no. por supuesto hay mucho mas que analizar, pero me referia a la contestacion final. no termino de enterarme. creo que pegaba otra contestacion.

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  4. Bueno, yo creo que tú estás dando un enfoque absolutamente occidental ("pegaba otra contestación"="hay una contestación correcta").
    Por decirlo muy resumidamente (y en plan tentativa), el budismo (o el taoísmo, por poner otro extremo) "no funciona así". Y, desde luego, los cuentos zen como éste son algo mucho más abierto que todo esto; son experiencia y no "tesis". De ahí la ventaja que ofrecen cuando de lo que se trata es, como en la introducción de un nuevo miembro de equipo, de enculturar, guiar y encauzar pero respetando la propia personalidad de esta nueva persona.

    Un abrazo

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  5. Me imaginaba que la cosa iria por ahi. Pero afortunadamente o desgraciadamente soy occidental....
    Bueno quizas si hubiera leido algo mas podria ver la respuesta y verlo como algo logico...
    Al final es cuestion de perspectiva.
    De todas formas en el fondo creo que es un poco tonteria lo de respuesta porque dijera lo que dijera no cambia el sentido de la historia.
    Simplemente me descentro el final porque me gustaba mucho la historia y me dejo frio el final......

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  6. ES que es eso, no es asunto de LÓGICA. La cuestión es que la historia no tiene un sólo sentido.

    Un abrazo, pequeño saltamontes :D

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