Pues me ha vuelto a pasar: tengo la intuición en racha. He vuelto a mariposear por los anaqueles de una librería y me he vuelto a topar con algo que no conocía, que me ha olido bien y a resultado ser sublime. En cierta forma, parece la continuación de Firmin, a quien ya dedicase una entrada. Y también, por supuesto, es otra cosa, y mucho más.
Voy a decir muy poco del libro, porque me parece incluso de mal gusto. Léanlo. Es una especie de nirvana para los espíritus inquisitivos, y a la vez, oh milagro, una llamada candente para los emocionales. Uno que piensa que las dos cosas son la misma o no son ninguna, a fin de cuentas, no se extraña; pero sobresalta comprobar que tanta poesía y sabiduría puedan correr de la mano, con tanta gracia, ironía y dulzura dentro.
¿Qué es un espíritu inquisitivo? Uno capaz de sorprenderse e interesado en hacerlo. Desde Aristóteles hasta Kant, pasando por Wittgenstein, son muchos los filósofos que han dicho que en el principio de la filosofía está siempre el asombro. Yo empiezo a intuir que es mucho más: que la misma felicidad es el estado de tensión propio de quien es capaz de fascinarse por la vida. Casi toda la gente a la que amo es así, así es que viene muy a cuento recomendar esta joya, que pienso regalar de cuando en cuando en un futuro próximo. No es un libro para todos (aunque sea un best-seller), pero hay algunos para los que parece especialmente escrito. Así es que lo repartiré con la delectación y el tino de un francotirador.
Quiero dedicar esta reseña a mi madre, a la que este libro no sólo le gustará, sino que, todavía más, me juego mi inexistente plan de pensiones a que logrará arrancarle esas lágrimas que tanto escatima.
Entre otras cosas porque comprenderá por qué se lo he dedicado - y servirá para recordarle que la quiero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario