viernes, 26 de marzo de 2010
Fast Food como Dios manda
Uno de los libros de terror que más me impresionó en los últimos años fue un titulado "Fast Food nation" [nota para mis compadres y comadres que me piden libros en inglés para "desoxidarse": lo tengo, y como el resto, queda a su disposición]. El libro es francamente bueno, muy documentado y vibrante, y consecuentemente te quita las ganas de acercarte a menos de 200 metros de un McLo-que
-sea en una buena temporada. Yo de hecho lo hice durante años, en plan "vade retro Satanás". Ahora que estoy más mayor y menos talibán de nada y que discierno que el animal humano puede sobrevivir casi con cualquier cosa que coma, simplemente raciono las incursiones fastfooderas, que a los niños por otro lado les chiflan por el asunto de los regalitos [nota para padres: el resto de establecimientos se han puesto las pilas y ya, menos por una tapa, te dan un cacharrito en casi cualquier parte). Digamos que una vez al trimestre, si no hay más remedio.
En cualquier caso, lo de la alimentación me lo sigo tomando muy en serio, y, dicho lo anterior, me parece que algunos padres someten a sus hijos a algunas dietas que ni en Alcalá Meco estarían permitidas, o que, de ser públicas y notorias, llevarían a más de uno al mismo sitio. Eso me hace bastante menos gracia: me consta que la salud entra primero por la boca y que igual que uno se esfuerza por meter a los nenes en colegios caros o en que tengan el último gadget del mercado (no sea que se rían de ellos su amigos y se traumaticen, válgame Dios) no está de más currárselo un poco con el asunto del cocinado, o de currárselo, a secas.
De esto que apunto disponemos de información a raudales; en cualquier caso, como ejercicio recordatorio bien vale el susodicho libro y para el que no guste de lestras acaso la película que hace no mucho se hizo basado en aquellas, la cual no he visto. El libro cuenta muchas otras cosas sucias y sorprendentes -a las que habrá que dar crédito por el simple hecho de que, con tanto nombre propio poderoso retratado en sus páginas, en el país de los abogados, al autor no le hayan podido meter mano. Un relato pavoroso sobre la absoluta miseria laboral de los trabajadores de estos establecimientos en los States. Revelaciones sobre la infiltración de la Fast Food en los colegios (me impresionó sobremanera el bonus de ventas de refrescos que debía cumplir un colegio para poder financiar sus instalaciones). Apuntes sobre la precaria seguridad de los currantes de los mataderos y sobre la vergonzosa insalubridad de estos. Pero, más que nada, asusta saber que en la primera potencia mundial y en pleno siglo XXI mueren literalmente miles de personas cada año por intoxicaciones alimentarias.
Y francamente: me revienta que nuestros chavales estén engordando mórbidamente a causa de una alimentación pésima. Por cierto que paso bastante de teorías conspiratorias, imperialismos rampantes y zarandajas por el estilo. Por pasar paso hasta de los obligados lamentos sociológicos ligados a los cambios en los modos de vida, la incorporación de la mamma al mercado laboral y lo demás. Ques sí, que influye y mucho; pero que somos nosotros, es culpa nuestra, y ya está. A nadie le ponen una pistola en la sién para que el rancho casero sea, noche sí y día también, una letanía de freedom fries (antes french fries, ¿o ya volvieron?), salchichas de batallón, grasitas varias y bollería industrial. No my friends. Es que nos pesa el culo y la imaginación para trabajárnoslo una pizca más y poner una dieta decente en los estómagos (y el cerebro y el corazón) de aquellos a quienes decimos que amamos.
Y aunque es obvio (sobre todo para mis colegas que suelen leer este post, que están en general muy por encima de tales dilemas), para que no quede, voy a recordar sucintamente que aquí, en la dieta mediterránea, nos montamos un fast food en plan sano sin despeinarnos. Voy a dar un par de recetas propias que se despachan en 12 míseros minutos, que es el tiempo en el que los cónyugues consiguen, con suerte, que los nenes paguen visita al mingitorio, se laven las manos, y se sienten a la mesa (para singles, parejas liberadas y otras gentes de vida licenciosa, sustituyan lo anterior por sus ritos inexcusables). La primera es el tartar de tomate con ventresca de atún, un plato que medio fusilé en una de mis visitas al Maghreb. Es una picada de tomate (hay que pelarlo, eso sí), alcaparras, aceite de oliva, puntita de brandy, sal, mostaza, cebollino picado (cebolleta si no hay) y yema de huevo. Hay que desechar la mayor parte del agua que suelta el tomate y compactar todo un tanto en el molde del que dispongamos (vale una taza). Delicioso coronado con su ventresca de atún de la lata de toda la vida (en aceite de oliva, eso sí), y unas pipas de girasol (estas se compran ya peladas).
La segunda se la dedico con amor a mi hija Claudia, que adora su salsa principal tanto como un servidor. Es una pasta fresca (a escoger según preferencias) con mozzarella, nueces y salsa pesto. Os aseguro que, nutricionalmente, provocaría gemidos en los mejores terapeutas. Hacer hacer lo que se dice hacer sólo hay que freir unos piñones y cocer la pasta. Los piñones fritos se trituran con albahaca fresca, aceite de oliva, pizca de sal, ajo y parmesano rallado. Y luego se pone todo junto en plato. Las nueces, si no hay más remedio, que sean peladas; la mozzarella de Buffala que se tarda lo mismo y sólo vale un poco más que la pasta inmunda que la imita. Para remate, como ocurriera en el caso anterior, más barato que una Whopper con bacon.
Y encima la familia, que es muy agradecida, le hace a uno la ola. O sea: que los que dan de comer bazofia no es por no poder, sino por no querer o no molestarse en saber.
q.e.d.
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