martes, 29 de diciembre de 2009

Ortega y David les desean unas felices fiestas

Hola: soy Ortega y Gasset. El de la foto de al lado, para más señas. Me manda mi compadre David que les diga, para empezar, que muchas gracias. Por leerle y/o por aguantarle. Vamos a entrar en 2010 y al hombre se le hace un poco cuesta arriba la cosa de decir lo que siente en estas efemérides, porque es un tanto sentimental y, en fin. Ya saben. Vellitos de punta y todo lo demás. Por otro lado, iba el susodicho a escribir algo sobre lo que suele traer a estos parajes. Pero urgando por aquí y allá se ha dado cuenta de que yo, Ortega, ya lo había escrito hace como 82 años. Y entre que lo plasmo cien veces mejor y el escalofrío de descubrir lo poco que ha cambiado la amada piel de toro en ese porrón de años, me ha dicho: Ortega, cuéntalo tú. Que tienes más gracia.

Bueno. Ahí se los dejo. Y otra del tierno este de las narices: que les ocurra lo mejor en 2010.

José Ortega y Gasset

PARA LOS NIÑOS ESPAÑOLES

Texto escrito por el autor para su inclusión en el volumen Nuestra raza, libro de lectura manuscrita escolar. Editorial Hispano-Americana. Reus, 1928

El porvenir de España depende enteramente de vosotros los niños españoles. Y dentro de vosotros, niños españoles, depende enteramente de que aprendáis o no aprendáis una cosa. ¿Sabéis cuál? Esto que habéis de aprender y cultivar en vosotros exquisitamente, niños españoles, es lo que en mayor grado faltaba a nuestros padres y nuestros abuelos. ¿Sabéis qué es? ¡Ah!, una cosa que parece muy sencilla. Esta: distinguir entre personas. No ignoráis que con el ejercicio y el adiestramiento consigue el hombre perfeccionar incalculablemente su capacidad de distinguir. El pintor llega a notar la diferencia entre colores que a los demás parecen iguales. El músico distingue las más leves divergencias entre los sonidos. Para el que es catador de vinos, como lo fue el padre de Sancho Panza, no hay dos vinos iguales. La palabra "sabio" significó en un principio el que distingue de sabores. Pues bien, la vida de una sociedad y más aún la de un pueblo depende de que sus individuos sepan bien distinguir entre los hombres y no confundan jamás al tonto con el inteligente, al bueno con el malo.

Mirad: a la hora en que escribo esto para vosotros hay en España, desgraciadamente, muy pocos hombres inteligentes y de corazón delicado. Solo esos hombres puros, espirituales, profundos y nobles podrían mejorar a la patria. Pero no logran que se les atienda. Porque los españoles que ahora forman nuestra sociedad no saben distinguir entre hombres y, acaso de buena fe, creen que son inteligentes los que son más necios, que son buenos los que son más farsantes. Ya sabéis que hay enfermos de la visión los cuales ven grises los objetos azules. Una cosa parecida nos acontece hoy a los españoles: padecemos una perversión del juicio sobre personas. Se juzga inteligentes a esos vanos charladores que llaman "políticos". Se cree que es buen poeta, buen novelista, buen profesor el que más lugares comunes dice, el que mejor halaga al público repitiendo las tonterías que este pensaba veinte años hace. Y en tanto los mejores, los que verdaderamente valen son poco conocidos, nadie les hace caso o, tal vez, se les combate en todas formas. ¿Veis cuán importante seria que vosotros llegaseis a la madurez con una exquisita sensibilidad para distinguir entre el valer verdadero y el falso? A este fin yo os recomendaría, entre otras, cuatro reglas o criterios:

1. No hagáis nunca caso de lo que la gente opina. La gente es toda una muchedumbre que os rodea -en vuestra casa, en la escuela, en la Universidad, en la tertulia de amigos, en el Parlamento, en el circulo, en los periódicos. Fijaos y advertiréis que esa gente no sabe nunca por qué dice lo que dice, no prueba sus opiniones, juzga por pasión, no por razón.

2. Consecuencia de la anterior. No os dejéis jamás contagiar por la opinión ajena. Procurad convenceros, huid de contagios. El alma que piensa, siente y quiere por contagio es un alma vil, sin vigor propio.

3. Decir de un hombre que tiene verdadero valor moral o intelectual es una misma cosa con decir que en su modo de sentir o de pensar se ha elevado sobre el sentir y el pensar vulgares. Por esto es más difícil de comprender y, además, lo que dice y hace choca con lo habitual. De antemano, pues, sabemos que lo más valioso tendrá que parecernos, al primer momento, extraño, difícil, insólito y hasta enojoso.

4. En toda lucha de ideas o de sentimientos, cuando veáis que de una parte combaten muchos y de otra pocos, sospechad que la razón está en estos últimos. Noblemente prestad vuestro auxilio a los que son menos contra los que son más.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Foie (II): addenda para los que se atreven

He detectado en los últimos días que algunos compadres se quieren lanzar al ruedo de preparar el excelso foie por ejemplo para fin de año (caso de Andrés), o a alguno que, ya habiendo preparado juntos, resulta que tienen como una crisis de fe (caso de Pedro). En honor a esta buena gente y a otros que tímidamente se han escondido tras de la barrera en plan ya-bueno-vale-pero-muy-difícil-para-mi, me he montado el siguiente publirreportaje con mi propia obra de ayer mismo, a ver si le echan ustedes valor al toro.

1. El asunto de limpiar el foie
Como os decía en su día, manos frías (y limpitas, claro), que ahora cuesta poco, basta con asomarlas por la ventana. Quitar la telilla exterior y las venas interiores, con una puntilla (o sea, un cuchillo afilado y chiquitito) según se ve e las fotos siguientes:




































2. "Aliñarlo"

Sal y pimienta con moderación, oporto regando todo muy bien y eliminando el sobrante.

3. La cosa de hacerlo al baño María
Olla hirviendo y después a fuego medio; el preparado anterior en un tupper y de paso forrado con film, no se vaya a abrir. Un pero encima para que se sumerja un poco. Como diez minutos.


















4. Mezclado posterior
Lo dejamos enfriar diez minutos, después a la nevera. Durante la siguiente hora y media lo sacamos tres veces y mezclamos la grasa, que tiende a separarse, con el resto, con mucha delicadeza.



5. Al día siguiente, listo
Lo sacamos en un círculo, siempre en el último momento, pues caliente se funde. Lo acompañamos con alguna confitura al gusto (la que me regalaron mi Pedro y mi Natalia, p.ej., de higos, es estupenda). El pan tostado fino señores; biscotes estrictamente prohibidos. Eso sería como comer jamon de pata negra entre dos lonchas de pan de Sandwich del Lidl. Al horno con pan blanco de miga cortado fino se hacen muy bien.




Como método alternativo: pedirme auxilio. Hago servicios a domicilio siempre que mi santa no me haya completado la agenda. En contrapartida:
a) Voy con mis niños (es condición sine quae non que pondrá la santa así es que mejor avanzarla)
b) Exijo probar el vinho do Porto mientras preparamos por si está pasado de fecha.






Bueno, todo esto para desearos que os deis todavía unos cuantos atracones más esta semana y la que viene. Ya habrá tiempo para arrepentirse.

viernes, 18 de diciembre de 2009

¡Abajo el pollogordismo!

Tengo yo un amigo que ya ha salido por estos barrios que responde al nombre de Eduardo y que no para de darme razones para escribir. Mi amigo, además de un letrado brillante y mejor persona, tiene golpes de todos los colores que no es cabal dejar escapar, y la página de esta semana quiere ser un homenaje a una de sus peculiares cruzadas, que comparto al ciento por ciento. Es la lucha contra el pollogordismo; la batalla sin cuartel ni receso contra los que pretenden conseguir más productividad, amor, creatividad, cariño, implicación de la peña y en definitiva resultados, a cambio de...NADA. Así es que de vez en cuando, cuando el letrado se mosquea se le oye desde el corner musitar, y a veces proclamar, mientras los demás le hacemos el coro:

"Lo que no puede ser es pollo gordo que coma poco"

Este palabro que hemos inventado mi compadre y yo, que remite al "duros a cuatro pesetas" de toda la vida, pretende pues denunciar una práctica organizacional que no sólo estuvo siempre extendida en suelo patrio, sino que, para mayor sofoco del sentido común, tiene a sus adalides envalentonados con la cosa de la crisis. Así ocurre que proliferan las reuniones en las que sistemáticamente se nos pide que recreemos el milagro de los panes y los peces, con periodicidad además semanal. El truco, que algunos no captamos, consiste en conseguir más de nuestro tiempo o más de los equipos de trabajo, mientras se les ofrece, como soberano premio, el conservar sus puestos de trabajo. Implicarles más con la empresa con la ominosa contrapartida de no hacerles ni puñetero caso no ya a lo que reivindican, sino incluso a cómo se encuentran, o a qué les parece la vaina. Y el remate de los tomates: a que se muestren más creativos e innovadores, por la patilla, y a menudo sin medios para transformar esos sueños después en luminosas realidades.

Por supuesto, este "ismo" tan pernicioso tiene su correlato en casi todos los demás ámbitos. Para empezar, en la política. Sufrimos actualmente un gobierno pollogordista hasta el tuétano aviar en cuanto hace a sus consideraciones económicas. Sólo así se explica que pretendan afrontar el imprescindible cambio que requiere nuestro sistema productivo sin ni una propuesta seria que altere nuestros modos de pensamiento, nuestra cultura. En un país donde 2 de cada 3 jóvenes quieren ser funcionarios y donde el empresario es sempiterno sospechoso de explotación y crimen soterrado ¿cómo demonios se van a crear empresas? Los pollos gordos del progreso empresarial (americanos, alemanes, japoneses y ahora chinos) se frotan las alitas mientras nosotros seguimos demorando la redacción del texto más importante para nuestros educandos: el de la dignificación del dinero.

Y qué decir de las parejas: pollogordismo puro, de muslo negro de bellota. Tomemos por no cansar (he hecho votos de una mayor brevedad en mi entradas, y ya me estoy pasando) la cosa sexual. El pollogordismo masculino dice así: yo lo que quiero es que mi mujer esté divina, tal y como me la encontré, y que siga pidiendo guerra a cada momento. Pero la muy egoísta anda todo el día ocupada en los niños, batallando con la casa y encima cansada por un trabajo que le deja dos perras. Vale. El pollogordismo femenino, reza: "yo lo que quiero es que mi marido me seduzca". Verlas venir, en suma; un Clarck Gable para la noche y un McGiver para el resto de la jornada. Sin arrimarle yesca a la candela.

Ante esta tesitura, me gustaría que los anti-pollogordistas del mundo nos uniésemos y gritásemos a los cuatro vientos que no hay pollo gordo que coma poco. Que no es sólo cuestión de dinero, sino muchas veces de interés -que el pollo no se alimenta sólo de pienso-, y en definitiva, de dos asuntos muy graves, pero muy pertinentes, sea para una compañía comercial, la familia, la pareja, o el país mismo: que no hay avance duradero posible sin visión de futuro y vocación por las personas.

He dicho

P.D. Más allá de la ingeniosísima frase, las extensiones del término y todas las conclusiones son responsabilidad exclusiva del autor de este blog. Nunca se sabe, colega, nunca se sabe.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

De por qué sostengo que Jesucristo acudiría encantado a una boda gay

Hace unas semanas intercambié correos con algunos amigos a propósito de la llamada Declaración de Manhattan, en la cual se recoge el enésimo rechazo cristiano a cualquier clase de aborto y a los matrimonios homosexuales. Después de dialogar con ellos sobre ambas cosas (tan fructíferamente como siempre, porque es gente buena de veras a más de cultivada), quedé en incidir en la segunda de ellas argumentando la desgraciadamente escandalosa afirmación que corona esta entrada. Ahora me toca cumplir mi promesa.

Siendo como soy consciente de que piso terreno pantanoso (porque muchos se han encargado de empantanarlo) lo primero que quiero explicar es a qué me refiero con ese acudir y ese encantado. Muy sucintamente: a que hubiese bendecido esa unión, a que hubiese aceptado participar del evento, y a que lo hubiese tomado como una puesta en práctica más de sus preceptos morales. Para soportar mis palabras, supondré que existió un Jesucristo tal y como lo exponen los Evangelios canónicos (un acto de buena voluntad en sí, tras Nag Hammadi), y que lo que en estos se dice que Jesús dijo e hizo basta para saber su opinión sobre la generalidad de dilemas morales que afectan al ser humano -particularmente éste. Es, justamente, lo que entienden las distintas iglesias cristianas, que han sido capaces de editar un corpus de normas detalladísimo a partir de esos mismos pocos relatos, así es que no espero mayor oposición en este punto.

Antes que nada, parece claro que a Jesús le gustaban las bodas. Si atendemos a lo que cuenta el evangelista Juan a propósito de lo acontecido en Caná (Jn 2, 1-12), debieron de gustarle bastante, porque en aquella ocasión llega a obrar un milagro para que el vino no falte en la fiesta. Y es normal: alguien que celebra el Amor (en mayúscula y sin apellidos) no puede sino regocijarse con la celebración de un rito por el que dos personas, libremente, se compremeten a amarse. Que es justamente en lo que consiste una boda, sea hetero- u homosexual. Tampoco era un remilgado; en Lc 7, 34 se cita específicamente que comía y bebía con fruición, y dado su gran -y llano- corazón procede imaginarlo compartiendo con sus hermanos en completa armonía ocasión tan señalada.


Pasemos ahora a lo más obvio: Jesucristo no condena en ningún momento la homosexualidad. Ni siquiera se ocupa de ella, y de hecho, los asuntos sexuales le traen absolutamente sin cuidado. La conclusión sensata es que tenía tales cosas por nimiedades. De igual forma, todas las personas de bien saben que las posturas practicadas o los orificios empleados no son más que un aspecto circunstancial de la práctica sexual. La cantidad de amor implicada, por supuesto, tampoco tiene nada que ver con las modalidades del acto en cuestión. Y aún más: para la gente que se ama -y es justo presuponer que la que quiere casarse es porque se ama-, el sexo es un aspecto absolutamente secundario. Jesucristo pensaba igual; hizo falta una aplastante tradición posterior de célibes mal avenidos con su elección o su suerte para poner en el primer plano los asuntos de alcoba, cuando para el Galileo y para mucha otra gente sana que se casa aquel es un aspecto menor -si bien no desdeñable-a la hora de decidir un proyecto de vida en común.

Y no es que no enumere procelosamente lo que no le gusta: en Mc 7, un pasaje decisivo que después retomaré, se refiere a lo impuro, y menciona "
los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, maledicencia, soberbia, falta de sentido moral" (21-22). Ni una palabra sobre la homosexualidad.


Esto es muy importante aunque no es completo: se señala con cierto fundamento que, verbigracia, del hecho que el Mesías no dedicara una palabra a la esclavitud no se deduce que la aprobase, ya que no dispuso de tiempo para pronunciarse acerca de absolutamente todo. Pero si aplicamos la regla de oro, no hay posible confusión entre ambos casos. Basta con atender a sus principios morales, que en realidad se condensan en uno solo (“un solo mandamiento os doy...”; Jn 13, 34): la práctica sistemática e incondicional del amor. Con este precepto en mente resulta tan fácil comprender que hubiera aprobado cualquier unión basada en el amor mutuo, como que le hubiese repugnado cualquier forma de sometimiento.


En los Evangelios abundan los pasajes en los que Jesús demuestra un olímpico y a ratos apasionado desdén por los formalismos y una decidida apuesta por el meollo del asunto, que no es sino la práctica del Amor. Mi pasaje favorito está en Mc 3, 1-6: Jesús cura en sábado, algo prohibido por la ley judía, y no duda en mirar con desprecio a los que le recriminan saltarse una regla que, de aplicarse literalmente, impediría cometer un acto de justicia y aliviar el dolor ajeno. Y de hecho las Escrituras están atravesadas por todos lados por una idea relampagueante, luminosa y crucial: sólo "los fariseos y los doctores" (Lc 11, 37-54) se entretienen en los detalles reglamentarios, en lo accesorio y en lo ajeno a la práctica del bien. Qué se produzca o no la penetración y en su caso cómo se produzca ésta es algo que nada quita y nada pone al afecto, al respeto y a la consideración mutuas, y eso es algo que al Hijo del Hombre no le hubiese robado -como al parecer no le robó- ni un minuto de su tiempo.

Jesucristo sabe que no hay árbol bueno que de fruto malo (Lc 6, 43), y eso es lo mismo que decir que no hay amor sincero que se pueda repudiar por sus particularidades fisiológico-sexuales. Aquí es donde viene a cuento el precioso pasaje de Mc, 7, donde Jesús aborda la verdadera pureza. En los versículos 1-8 Jesús la emprende de nuevo contra los fariseos y escribas que atienden a la letra y desprecian el espíritu de las normas éticas. A la altura del 14, destroza todas las hipocresías de este mundo, incluída la homofóbica: " Oídme todos y entended. No hay nada fuera del hombre que, al entrar en él, pueda contaminarlo, sino que lo que sale del hombre es lo que contamina al hombre [...] ¿No comprendéis que todo lo que desde fuera entra en el hombre no puede contaminarlo, porque no entra en su corazón, sino en su vientre, y va a parar a la letrina? [...] Lo que sale del hombre, eso contamina al hombre". Jesús está hablando de las prohibiciones alimenticias específicamente condenadas en el Antiguo Testamento, y lo mismo cabe decir de las caprichosas consideraciones sexuales del mismo Texto (donde, por ejemplo, las mujeres menstruantes son impuras). En términos ibéricos, el Galileo está haciendo lo mismo que el ínclito protagonista de los Serrano, un proverbial Antonio Resines: denunciando la mirada sucia que es capaz de pervertir lo único que importa, que es -y perdón por la reiteración- el Amor.

Todavía hay quien ha argumentado el rechazo de Jesucristo a la homosexualidad sobre la base de que, al hablar de parejas, se refiere siempre a esposo y esposa. Esta es una afirmación insostenible si se tiene en cuenta el contexto histórico. Por supuesto, en el tiempo y lugar en que se desenvolvió Jesús, no había parejas homosexuales, porque gracias, entre otras cosas, al Antiguo Testamento, la homosexualidad se pagaba con la muerte por lapidación. Si a Jesús se le hubiese ocurrido hablar en términos equívocos a propósito de qué tipo de parejas tenía en mente, no habría vivido lo suficiente para sufrir su procesamiento y posterior Pasión. Y así lo entiende hasta quien se escuda detrás de esta mala excusa; por eso, cuando en la única ocasión en que Jesús condena el divorcio lo hace en estos términos:

“Todo el que despida a su mujer, excepto en asunto de fornicación, la expone a cometer adulterio” (Mt 5, 31-32)

esas mismas personas entienden que el hecho de que no ofrezca el mismo derecho a las mujeres (el de repudiar a sus fornicantes esposos) se debe a que habla el lenguaje de su tiempo, no a que entienda que las féminas disponen de menos derechos que el varón. Ésta, como la muy manida acerca de las interpretaciones metafóricas del texto bíblico, es una norma exegética razonable... siempre y cuando se aplique en todos los casos similares de forma similar, por supuesto.


Hay personas que rechazan la homosexualidad y por lo tanto a los matrimonios de este signo bajo el supuesto de que “no es natural”. No viene mucho al caso, porque Jesucristo no alude ni una sola vez a “lo natural” en los Evangelios, pero merece la pena tratarse porque la gran mayoría de los que se han dicho cristianos tras su Maestro se han acogido a ese clavo ardiendo a la hora de infamiar, condenar o ajusticiar a los homosexuales. Hoy sabemos que en la práctica totalidad de especies animales estudiadas se da la homosexualidad, y que no hay época humana documentada en la que no haya existido. Desde el punto de vista de "la naturaleza", la cosa está más que clara. Pero todavía hay quien ante estos hechos se arroga el derecho de decir lo que Jesús no dijo e imputarle que “Él nunca hubiese aprobado un uso del cuerpo distinto a lo que su Padre diseñó”. Tal cosa, absolutamente argumentativa, sería lo mismo que condenar el celibato y la virginidad: es seguro que si Dios nos creó deseó que tuviéramos relaciones sexuales, pues para ello nos dotó de clítoris y vergas y otros mecanismos -para que sintiéramos placer al amarnos. Así es que tan antinatural es emplear el ano para lo que no parece estar pensado como dejar de usar el pene para lo que sí lo está. Puesto que Él mismo fue célibe y su madre, según nos cuentan algunos, virgen, este razonamiento debe ser descartado: Jesucristo demostró que una cosa son los instintos, los impulsos y la llamada de la biología y otra distinta lo que el ser humano bueno decida hacer con ellos.



Los Evangelios guardan una cláusula envenenada, que es excusa predilecta para quienes tratan de justificar el Antiguo Testamento. En efecto, en varios pasajes Jesucristo da a entender que sólo es un continuador de Moisés y Abraham (Jn 5, 46-47; Jn 8, 57-59). No entraré a valorar la fortaleza de esta ligazón ni las intenciones continuistas del Galileo; pero necesito analizar sus consecuencias en cuanto a lo que nos ocupa. Si es verdad que Jesucristo acataba la ley mosaica y que por tanto lo que cuenta son las prohibiciones del Levítico (18, 22 y 20, 13, que por cierto, nada dicen de la práctica lésbica), entonces no veo la manera de exonerarle del resto de barbaridades de este mismo libro, como la prohibición de comer crustáceos o el poco pedagógico mandato de lapidar (un deporte con multitud de practicantes federados por aquel entonces, como puede verse) a los hijos díscolos. Ninguna persona seria y sana piensa que Jesús mantuviese que comer gambas fuese un pecado, y también consta su condena expresa de la Ley del Talión, que para Yahvé era algo así como el pan nuestro de cada día. Por la misma razón no puede mantenerse que la homosexualidad sea pecaminosa para Jesús por el hecho de figurar en el citado -e ignominiosamente inmoral-texto.

Por lo demás, cualquiera que haya leído la Biblia entenderá que, moralmente, Antiguo y Nuevo Testamento son del todo incompatibles. Sobra un botón de muestra: donde en un sitio se exhorta a poner la otra mejilla, en el otro se cometen genocidios por expreso mandato divino. Hay muchos ejemplos, del que el de los medianistas puede ser el caso más espeluznante (Nm 31, 13-17). Los gnósticos, hace dos mil años de nada, lo tuvieron tan claro que sostuvieron que el Antiguo Testamento no era sino la obra de un diablo maligno, un dios impostor y sanguinario. Nosotros, aparentemente, aún seguimos dándole vueltas al asunto, y, que se sepa, no hay fecha prevista de abolición por parte del Sumo Pontífice. En algunos países supuestamente civilizados aún hoy se jura en los juicios por un libro cuya mitad resulta tan poco edificante.


Hay una última hipótesis interesante que no hay que dejar escapar, porque abunda en idénticas conclusiones: que Jesucristo fuese Dios –sea como parte del Dios trino o en cualquiera de sus otras versiones teológicas. En ese caso, sería razonable suponerle una cierta omnisciencia. Hoy sabemos que algunas personas nacen homosexuales; aunque por supuesto no se haya localizado “el gen gay”, entre otras cosas, porque muchos caracteres humanos son poligénicos. Los psicólogos admiten sin pestañear (y por supuesto niegan que sea patológico) que hay gente que se ve encerrada en un cuerpo que no se corresponde con su sensibilidad y sus apetencias carnales. Siendo así, debemos admitir que Jesucristo sabía lo mismo, y por tanto, no podía condenarlo, porque de hacerlo, estaría condenando la sagrada obra de Dios.


Esta evidencia ha llevado a algunas mentes abyectas a determinar que Dios podría castigar precisamente a algunos padres por sus pecados haciéndoles nacer un hijo homosexual. No tengo demasiado tiempo que perder en asquerosidades de este calibre, así es que zanjaré el tema diciendo que tal cosa:

- parte de una falacia, porque por todo lo expuesto Jesucristo no estableció que la homosexualidad fuese un mal, y no habiendo mal no puede haber tal castigo;

- tal aserto supone una deleznable exaltación de la soberbia; la de imputar pecados a gentes cuyo comportamiento se desconoce y que en la inmensa mayoría de los casos se desviven por sus hijos, a los que quieren y respetan.


Conviene retener en mente que detrás de estas amenas disquisiciones sobre si son galgos o podencos hay unos cuantos millones de personas sufriendo por ser tratados como personas de segunda. Lo digo por los que piensan que la teología es una cosa pasada de moda, que a Declaraciones como la de Manhattan todo el mundo les hace la pedorreta y cosas así. Este es un asunto serio, que en el civilizado siglo XXI tiene su precio en lágrimas como antes lo tuvo en sangre y todavía lo tiene entre mis primos mahometanos, que van de coherentes por la vida y se encogen de hombros cuando desde Roma les afean el gesto. Por cumplir el Levítico en su versión coránica.


Uno de mis lúcidos amigos cristianos apunta, muy justamente, a que la solución final pudiera pasar por deslindar completamente matrimonio civil y eclesiástico. Es un separatismo práctico que acaso relaje las tensiones, aunque no estoy seguro de que sea una buena estrategia comercial para una religión que no anda precisamente boyante de clientela. Una religión que, llamando enfermos a los que sólo son distintos, prescribiéndoles castidad y negándoles la misma consideración que al resto de sus hermanos, no sólo atraen sospechas sobre sus muchas otras propuestas moralmente interesantes, sino que incumplen, sistemática y tozudamente, el mandato de Amor que Jesucristo legó al mundo, y por el cuál fue torturado y finalmente muerto en la cruz.




viernes, 4 de diciembre de 2009

Poderosa Atenea


Hesíodo cuenta en su Teogonía cómo fue la gestación de Atenea: cuando llegó el momento del parto, Zeus sintió un tremendo dolor de cabeza y, por no tener analgésicos a mano, pidió a Hefesto, Dios del fuego, que se la partiera de un hachazo. Hefesto era un tipo bien adiestrado; Auden apuntaba a que, quizás por ser cojo y cornudo, fue al único dios que le dio por trabajar. El caso es que, ni corto ni perezoso, aquél alzó el hacha, partió en dos la testa del rey de los dioses olímpicos, y anonadado contempló cómo de ella emergía Atenea, ya adulta, vestida para la guerra (informal pero arreglá), con casco, lanza, coraza, escudo y todos sus avíos.


Cuando mi Atenea llegó pude advertir con toda nitidez un resquebrajamiento sobre la misma zona craneal, y además algo que me atravesaba el pecho, como si me grapasen el corazón. No se trata de una metáfora: todavía, si cierro los ojos, puedo oír el chasquido, como un latigazo, puedo sentir de nuevo el sobrecogimiento a poco que me concentre en aquel instante inaudito en el que ella asomó por entre las piernas de su valiente madre llorando, como mandan los cánones, berreándole a sus creadores pero qué me habéis hecho, desalmados, con lo bien que estaba yo adentro. Nuria, arrasada como un servidor por las lágrimas, la jaleó por lo bien que se había portado en el acto, y le prometió, a modo de premio, un hermanito para muy pronto, una promesa que sólo tardaría unos cuantos meses en cumplir. Así de chula y de cumplidora es mi costillita.

Tardó dos noches en portarse bastante peor, y otras dos semanas en hacerlo rematadamente mal. ¡Qué poquito dormía la criaturita, y con cuánto sobresalto! Y qué tragedia –griega- cada vez que tocaba acostarla: se te encaramaba como una alimaña al pecho y te arañaba la cara cual si la estuvieras matando de tantas ganas que tenía de no cerrar los ojos y beberse el mundo en derredor. Dormir, pensaba, un poco como su padre, es de cobardes; un mal necesario que ella estaba dispuesta a reducir a su mínima expresión. Y vaya si lo hizo. Durante casi dos años.

Comer tampoco comía mejor, y llorar ha llorado desde siempre como una bendita magdalena. Pero hay que admitir que el resultado de tanto desvelo y tanta brega está siendo inmejorable. Las meninges las tiene engrasadas que es un gusto, y las ideas le brincan todo el rato ahí adentro con frenesí. Tiene el corazón en carne viva de su madre, sólo que sin domesticar: no hay persona a unos metros a la redonda cuyo estado de ánimo le sea ajeno. El mundo es para ella una sucesión de alegrías explosivas y desgracias irresolubles, dentro de un tono general la mar de positivo y campechano. Ella no quiere, sino que ama, ni se divierte, sino que se entusiasma. Sólo de pensar en su pubertad se me acelera el pulso y a la vez se me cuela una sonrisa. Lo vamos a pasar en grande con la pendeja, y de paso y casi seguramente con los pendejos que vengan a rondarla.

Con su escaso lustro respirando, Claudia ya ha dejado un puñado de anécdotas que hacen justicia al sobrenombre que le he puesto. Mi preferida es de cuando apenas tenía tres años, porque de alguna manera la define. Estábamos viendo la película “Los Increíbles” y salía una escena en la que al malo, el untuoso Buddy, explicaba sus maléficos planes para sojuzgar el planeta. Su hermano, sentado justo a su lado, le soltó al malvado una serie de improperios, por torcido y malencarado. Pero Claudia le reprendió suavemente: “Daniel, el nene no es malo, tiene problemas”. Creo haber dicho que tenía tres añitos, la querubina.

Atenea es la diosa de la razón, de la sabiduría y también de la inteligencia y la estrategia. La lógica, la prudencia y la justicia viven encarnadas en ella; como su santa patrona, esta criatura que pronto hará sólo seis años puede fulminarte con un razonamiento, exasperarte con sus interminables negociaciones y su competitividad extrema o derribarte con una llamada al orden de este talante: “Papá, no te agobies, no merece la pena”. Mirada condescendiente incluida.

Obervadla bien y decidme que mi Claudia, como decía Homero al respecto de la diosa, no tiene los ojos glaucos. Por las noches la beso detrás de la oreja y le rasco con mimo su diminuta pero creciente espalda mientras le susurro -y le ruego -que se relaje y se duerma y ella me dice que soy el mejor “acariciador del mundo”, que nos ama, y que por nada del mundo querría tener unos padres distintos.


Y entonces, de pronto, pase lo que pase, todo está bien para mí.


PD. Otro día, cuando me reponga de la emoción, le tocará el turno al astuto y hermoso Ulises (nuestro Daniel)