viernes, 21 de enero de 2011

Una de pollo

Hace tiempo que no me prodigo por la cosa culinaria, y como quiera que me lo han echado en cara, pues allá voy. El plato que paso a relatar está chupado, y queda de escándalo - justo la combinación que todos vamos prefiriendo con el tiempo, conforme la vida se aprieta (y siempre se aprieta). Además, aunque la base sea el modesto y campechano pollo, resulta que queda de escándalo incluso para ocasiones señaladas. Recuerdo la primera vez que la puso en una cena para amigos - mi señora me espetó un desinformado "¿pero pollo les vas a poner?"; al salir, cada uno me fue pidiendo, en fila, la receta.

Hay que acercarse a la carnicería, porque lo que nos hace falta no viene en bandejitas de poliespán. Necesitamos dos contramuslos deshuesados y abiertos por cabeza. También:

- ciruelas pasas (3 por cabeza)
- orejones de albaricoque (2 por cabeza)
- nueces (2 por cabeza)
- unas salchichas frescas de calidad (3 por cabeza)
- piñones (unos pocos)
- Pedro Ximenez
- Vinho de Porto
- Caldo de carne (en cubitos si no haya más remedio)
- Aceite de oliva virgen extra
- Maicena
- Unas hierbas frecas al gusto (romero y tomillo, por ejemplo; un poco de canela no le va mal)
- Sal, pimienta

.... e hilo de bramante para atar.

Arrancamos: remojamos en Pedro Ximenez las ciruelas y los orejones picados, una media hora. Después, lo unimos a los piñones y las nueces picadas y el relleno de las salchichas (los caballeros sabrán muy bien como retirarle el pellejo a las susodichas) - todo eso forma la farsa. Con ella rellenamos el pollo, salpimentamos (poco, ojo que el caldo de carne sala), lo atamos con el bramante, y lo doramos a fuego hirviendo en aceite. Añadimos las hierbas, el oporto, el caldo, y cocemos todo cubierto en la olla a fuego medio unos 20 minutos. Después retiramos la tapa y el pollo, y mientras retiramos el hilo subimos el fuego para que el caldo reduzca hasta casi salsa. Engordamos la salsa con maicena con una pizca de agua y servimos.

En total, una hora. Juro por mis maltrechas y herrumbrosas sartenes que queda como de restaurante.

Que ustedes lo disfruten (y no se olviden del pan pa' mojar)

domingo, 2 de enero de 2011

Filosofía de mocho

La filosofía de mocho no es muy conocida y aún menos practicada por estos lares. Es vieja como el mundo, aunque ha tenido más éxito en Oriente. Hace tiempo que la practico; paso a exponerla muy sucintamente por si a alguien más le aprovecha, o se siente identificado.
Consiste esta filosofía en la realización consciente y concentrada de trabajos de baja estofa que no requieren inversión intelectual alguna. Barrer, planchar, fregar el suelo, los platos - cosas así. No sirve la cocina, que incorpora sienpre un elemento creativo, ni sacar la basura, pues es un paseo corto y que distrae.
Cuando digo que hay que hacerlo concentrado no me refiero a "con pericia, bien, buscando cierta perfección". Yo, sin ir más lejos, soy un pésimo fregador de suelos, y un planchador paupérrimo. Me refiero a acometer estas tareas permaneciendo de alguna manera absorto, sustraído a casi cualquier pensamiento. Por eso se requiere que la tarea en cuestión tenga cierta simplicidad, cierta estupidez intrínseca.

Dos son las grandes ventajas filosóficas de empuñar el mocho, la escoba, o el utensilio que toque. La primera está relacionada con el par importancia-libertad. La segunda es algo más profunda, y tiene más bien que ver con la vacuidad.

Primer gran provecho: libertad frente a importancia. Un filósofo cuyo nombre ahora no recuerdo explicaba que los seres humanos tenemos que elegir entre la importancia y la libertad. La visagra entre ambas es el conocimiento -y a veces la aceptación. De ahí que siga aprovechando la palabra de Jesucristo: "La verdad os hará libres". Los humanos, cuanto más sabemos, más libres somos. Vamos conociendo de dónde venimos, de qué estamos hechos, qué se cuece por ah´´i afuera, en el cosmos. Ese conocimiento, sin duda, nos hace más libres para elegir qué queremos hacer de nuestra vida. De hecho, en el extremo más existencialista (al que me adhiero), la vida es precisamente eso, elección. Somos, decía sartre, actores empujados al escenario sin guión alguno.
La contrapartida es la pequeñez. Saber que somos un habitante entre siete mil millones de un ínfimo (irrisorio) planeta es admitir la absoluta y muy desagradable falta de importancia de uno. Y eso duele. Pascal lo reusmía a su manera: "el silencio del espacio inmenso me espanta". Como él, muchísima gente dice hoy día creer en "algo", o se apunta insinceramente a alguna religión por el mero hecho de que es incapaz de admitir su insignificancia. El terror a la muerte, desde siempre, es un poco lo mismo.
¿Qué tiene esto que ver con el mocho? Todo. Imagina que a lo largo del día has cerrado un trato importante, has superado tu presupuesto de ventas o has reñido a algún subordinado condescendientemente. Llegas a casa, los tuyos te besan, te refuerzan, tú mismo te dices que eres el mejor. Y todo eso está muy bien, pero es peligroso. Puedes llegar a creértelo demasiado. A pensar que estás a salvo de los golpes del destino - ese desgraciado que, como cantaba Sabina, después de darte champán te da chinchón. Así es que empuñas el mocho, o friegas unos cuantos platos. Con ello te recuerdas a ti mismo que no eres más que un simple mortal, tan bajo e insignificante como todos. Para ello es muy importante que uses tus manos.
¿Dónde queda la libertad? En muchos lados. Para empezar, cuando vengan duras, estás mejor preparado. Para continuar, te dices a ti mismo, aún sin saberlo, que aunque seas un directivo del copón o un vendedor de los que ya no quedan o un científico único en tu campo, mientras tengas dos manos, actitud y carácter, podrás seguir siendo válido en cualquier otra cosa. El carácter y la actitud se forjan doblegándose, no dándose premios. Está muy bien celebrar los triunfos; pero las celebraciones deben durar lo justo. ¿Metiste una canasta importante? Muy bien, alza los brazos, sonríe. pero inmediatamente baja el culo para defender en la siguiente jugada. O perderás las ganancias. La humildad siempre te lleva más lejos.

Sigo con la segunda, que es la más oriental. Vacuidad. Creo que tanto el Tao como el Budismo zen aluden a ello. Y tengo entendido que es punto principalísimo de los practicantes de una y otra vía de iluminación (llamarlas religiones es un desatino, filosofías, una reducción innecesaria). Y estoy convencido de que un monje tibetano avanza tanto en su camino cuando pela verduras como cuando adopta la postura del loto. Nuestras monjes y monjes de acá acaso sepan también bastante del asunto.
Como tratar de hablar de la vacuidad sería una contradicción de términos, pondré dos ejemplos, en parte emparentados con la primera ventaja expuesta. El primero es de Lao-Tse (Tao Te King, 22):

La rama que se dobla no se parte,
la que se inclina recupera la vertical.
El vacío puede llenarse,
lo que se desgasta se renueva.
Quien poco tiene, mucho puede recibir;
quien mucho tiene, acabará turbado.

Segundo ejemplo. Es un haiku (un poema brevísimo) zen, que siempre me ha fascinado, y que como todo lo zen, parece estúpido a la primera lectura (y a la segunda, y a la tercera...), pero no a la última. Dice así:

Saco agua del pozo
Traigo Madera
Es maravilloso


Es muy probable -lo asumo- que más de uno piense que se me ha ido la mano con el anís en estas fiestas. Pero no es así. Y, por supuesto, no disfrutando planchando, barriendo o fregando. Para ser honestos, trato de evitar hacerlo cuanto puedo.

Pero precisamente por ello aprovecha tanto la filosofía de mocho.
Pienso seguir practicando.