domingo, 10 de octubre de 2010

El gran Ayllón

Ya está: como la escena con la que arranca la segunda parte de 2001, Una Odisea del Espacio de Kubrick. Me he tomado mi tiempo para pensar cómo explicar a quien no le haya leído la prodigiosa escritura del filósofo, docente, escritor y también amigo José Ramón Ayllón. Eso es; justo cuando, tras la mayor elipsis de la historia del cine, ese hueso-útil-arma que asciende a los cielos para convertirse en sofisticada estación espacial abre paso a una cósmica danza de planetas, satélites y naves mecida por el vals del Danubio azul. La música de las esferas; "el cosmos que canta", que diría el clásico; una harmonia que sosiega y reconforta. Todo aquel que alguna vez se plantó delante de un folio en blanco sabrá apreciar en su justa medida el prodigio, aún más cuando de lo que se trata es de hacer filosofía. Algo que consigue precisamente con la elegancia que él encuentra en los franceses -esa que su proverbial humildad nunca le dejará atribuirse.

La obra de José Ramón es importante en la medida en que confirma que la filosofía es algo que se hace, no meramente algo que se estudia. Esto es: él pertenece a la estirpe de los divulgadores, la que a un servidor le interesa cuando elige pasar un rato leyendo o escuchando. La sophia que a mí me excita es la que apunta a la sabiduría, la que se atreve con la felicidad, la muerte, la conducta ética o el amor. Por eso me lo he leído casi enterito, y por eso no puedo dejar de recomendarlo a quienes les vayan las mismas cosas. Dicho sea con todo el sarcasmo del mundo y me explico. Hace algún tiempo un buen amigo mío confesaba no haber leído jamás un libro de filosofía al tiempo que se (me) preguntaba por qué debía animarse a hacerlo. Yo le respondí que si era feliz, estaba seguro de actuar correctamente en todo los casos, tenía perfectamente claro el papel de los demás (pareja, amigos, hijos, los otros) en su vida, estaba preparado para encarar la adversidad y además conocía las claves que le permitirían seguir en parecida situación en el futuro, pues no, en efecto, no necesitaba para nada a la filosofía.
Pero por encima de todo -que me corrija si me equivoco-, José Ramón es un gladiador de la educación. Y lo digo "bélicamente" sin percepción alguna de estar exagerando. Ahí fuera, en las aulas de los colegios e institutos de este país -puede que algo más que en otros-, se está librando una cruenta batalla. Es la guerra de la sociedad del mañana; allá se están fraguando las futuras empresas y las futuras huelgas generales, la futura democracia o las futuras tiranías, la futura felicidad, la posibilidad del misma del estado de bienestar o de alguna variante aún más benigna. Los números dicen que estamos perdiendo, pero gente como José Ramón sigue peleando, y creo que le admiro más por eso que por sus libros. Y por cierto que espero, más pronto que tarde, poder combatir a su lado.

Conocí a José Ramón a través de una profunda desavenencia a propósito de un artículo suyo en Alfa y Omega sobre la teoría de la evolución. Él fue lo suficientemente amable -y gallardo- como para contestar, para dialogar conmigo, para poner a combatir sus argumentos contra los míos. Y de hecho, en estos tres años que pasaron desde entonces, a menudo discrepamos sobre esto y aquello, de forma que a primera vista pudiera parecer que nuestros principios difieren en casi todo. Nada más lejos de la realidad: es sólo que en filosofía sólo se incide en aquello sobre lo que se discrepa. Está explícitamente prohibido hacerse palmas al compás, pues tal cosa no enriquece, no amplía el horizonte. Me juego mi inexistente plan de pensiones a que nuestras respectivas maneras de deambular por el mundo se parecen muchísimo aunque se asienten en creencias tan diametralmente distantes. Yo se lo resumo con palabras de Marina: tenemos los mismos enemigos (la miseria, la vulgaridad, el egoísmo, ...), Joserra, pero amigos diferentes. Y además tampoco tan diferentes.

Ya que estamos con Marina, me voy a permitir otro símil, éste pelín más subversivo, que espero a él no le chirríe, para que entiendan lo que yo creo que significa "el toque Ayllón" en el panorama de la divulgación filosófica patria. Por un lado tenemos a los tres tenores -los que acaparan portadas y grandes tiradas. Fernando Savater, José Antonio Marina y Javier Sádaba, que vienen a ser, respectivamente, Pavarotti, Domingo y Carreras. Los tres son grandes y a los tres recomiendo también leer, y a todos ellos debo mucho de mi propia visión del mundo. Pero luego, cosa aparte, está (ay, estaba) Alfredo Krauss. Clase y sensibilidad - singularidad y canto vivo, muy vivo. Pues José Ramón Ayllón viene a ser el Alfredo Kraus de la philosophía.

¿Con qué pueden atreverse los que se animen a leerle? Con cualquier cosa. Tiene una veintena de libros publicados, y cada página suya merece ser leída tanto por continente como por contenido. Para empezar, su obra es un canto a la anti-trivialidad. Cada párrafo te hace pensar, replantear lo que conoces y crees. Para seguir, ha compuesto una especie de pórtico, de marco genérico para todo aquel que al que inquiete el arte de vivir.
Para el neófito, sus libros de texto sobre historia de la filosofía o ética para la ciudadanía (la de espadas que habremos cruzado con eso...) son un reconfortante aperitivo. Para todos, su excepcional Desfile de modelos, o la Ética razonada o su antropológico En torno al hombre. Mi favorito es sin duda Tal vez soñar, porque con él logra el maridaje de la mejor filosofía con la literatura más excelsa. El milagro de hacer alta cocina apta para toda clase de paladares. Al que quiera un viaje introductorio, apretado, le invito a leer ¿Es la filosofía un cuento chino?, tan fresca y tan clarividente a la vez. Y para el que quiera pillar a José Ramón en su vis lírica, en uno de sus arranques de sensible creatividad, vale cualquiera de sus intimistas novelas -por ejemplo Otoño azul.

Hace unas semanas tuvimos la ocasión de conocernos in person en una visita que pagó a nuestra ciudad. Fue una constatación, tras muchas cartas cruzadas, de que la erudición no tiene por qué estar reñida con la afectuosidad, la cercanía y el sentido del humor (¿ no es más bien al contrario?). Compartimos un refresco, tocamos fugazmente -¡él me debe más tiempo para la próxima vez y lo sabe!- los temas que nos avientan, y creo que nos pusimos de acuerdo en que en esta sociedad especialmente huérfana de filosofía habría que hacer que ésta cantara, bailara, y lo que haga falta para que puede llegar al más amplio público posible. Una filosofía que ría -que se ría de sí misma, de paso-, que demuestre todo lo excitante que puede ser, que vuelva por sus fueros, que se centre en el hombre.
Se cumplió, en suma, lo que adelantó Goethe -que no conoces a un amigo hasta que te escribes con él. Puesto que nosotros habíamos adelantado ese camino previo, fue como si nos conociéramos de toda la vida. Tan sólo añadí el hecho de corporeizar toda la calidez y profunda humanidad que este burgalés austero, sereno y genuino ya había dejado traslucir en su paciente correspondencia.

Y, que quieren que les diga. Que Pavarotti te pone los pelos como escarpias con cualquiera de sus Nessun Dorma; que Domingo llega a una nota imposible con la Celeste Aida que canta bajo la batuta de Giulini; y que la voz argéntea y quebradiza de Carreras se le clava a uno en el esternón cuando, flaqueando, aquel le dice a su compadre Marcello aquello de Mimì é tanto mallata....
Pero que uno no puede menos que rendirse a la Furtiva lacrima que el maestro Krauss derramaba de cuando en cuando. Más aún en tanto que Krauss era, por encima de cantante, maestro de cantantes, y que nos dejó como herencia a un buen puñado de buenos artistas como muestra de su generosidad.

Así es que, maestro, Joserra, que sigas cantando en las librerías, en la universidad, en el instituto, o dende sea. Por aquí te seguiremos escuchando, al tiempo que te arranco, entre polémica y polémica, alguna que otra lección.

sábado, 2 de octubre de 2010

Olor a dignidad


Jornada importante, de las que no se olvidan, la que montó la honorable Fundación Adecco mano con mano con Brenntag el pasado martes. Fue mucho más que un rato agradable entre amigos y gente buena (en el buen sentido de la palabra, que diría Machado). Con el deporte adaptado como excusa, se tendieron puentes, se estrecharon lazos, se educó a los más pequeños y a sus mayores.
El deporte es competir y compartir -dos capacidades básicas en la vida. Por eso su presencia tendría que ser aumentada en los colegios, y por eso no debería abandonarnos en nuestra vida laboral. Siempre se compite contra uno mismo: el rival nos ofrece la preciosa oportunidad de mejorarnos. Y el juego tiene sentido sólo en la medida en que se comparte con los demás. Si no sabes competir y compartir es muy posible que te vaya mal en la vida -y es seguro que te irás de este mundo como un perfecto idiota. Lo que ocurre es que esta clase de lecciones mal se aprenden en los libros, y con suma facilidad, para el que lo estima oportuno, en la convivencia.

No voy a ser tan presuntuoso como para pretender que sé cómo se sienten mis hermanos de Mater et Magistra, o cuánto sufre un invidente en su devenir diario, por el hecho de haber pasado siete horas con aquellos o haberme puesto unas gafas oscuras y empuñado un bastón. Ni antes ni después - no puedo saber cómo es ser discapacitado. Toda la empatía de la que soy capaz sólo me da para atisbarlo. Pero sí que barrunto lo que no les hace maldita la gracia; les propongo un personal ejemplo deportivo, ya que estamos.

Nosecuantos de marzo de 1987. Liga interna del Insituto Herrera, disciplina: baloncesto. Somos un grupo variopinto de 8 pollos de muy distinto plumaje - voluntariosos, desparejados, bastante poco hábiles, pero orgullosos de conformar un equipo. Enfrente, 8 mostrencos de atléticas maneras, un grupo de alumnos que entrena día sí día también en uno de esos clubes privados sevillanos de postín. Una máquina baloncestística bien engrasada, para que nos entendamos. Ellos deciden hacer, el partido completo, presión en toda la cancha; nosotros perdemos unos cuarenta balones; ellos nos regalan una galería completa de triples, pases por la espalda y mates; nosotros perdemos por 212 a 44 (no, no es un error tipográfico). Pero lo que viene al caso ocurre a mediados de la primera parte: he metido un par de triples (in-your-face), estoy calentito, y entonces se me ocurre que, qué diablos, ahora voy a presionar yo. Así es que me planto delante del musculitos de turno para impedirle que saque de fondo, y a él, tan perispuesto y entrenado, resulta que la cosa le hace mucha gracia. Así es que finge que se equivoca y prácticamente me entrega el balón en las manos, sonriendo. Yo tomo la bola, muy serio, le miro un segundo a los ojos, y se la tiro con rabia al pecho, al tiempo que le advierto: saca lo mejor que sepas, y no me toques las narices.

Aquel día estuve a un pelo de que me las reventaran (las narices, digo), pero me hubiera dado igual. Salvo en el caso de que seas un malnacido, no hay sitio para la lástima en una cancha de baloncesto. Tampoco debería haberla en el ámbito de las empresas o de las instituciones públicas. Y aunque no sea muy elegante presionar a toda cancha a una panda de pardillos cuanto tú vas para émulo de Michael Jordan, hasta eso es mejor que escenificar la bajeza de sentir pena por quien, lo creas o no, marcará sus canastas durante el partido. Perderá, sí; no tendrá, quizás, tu BMW de 80.000 euros, ni tu engolada tarjeta de empresa, ni tus preciosos hijos de diseño, ni tus vacaciones en yate, pero perderá como un ser humano, peleando.

Séneca, tan brillante, tan suyo, y según algunos, tan deshonesto, le puso no obstante las palabras más hermosas a esto que cuento, y de hecho me acordé de ellas en algún que otro lance de la jornada:

"Aunque otros ocupen los primeros puestos y a ti la suerte te haya colocado en la reserva, milita desde allí con tu voz, tus arengas, tu ejemplo, tu espíritu: incluso, cuando le han cortado las manos, encuentra en la batalla qué aportar a su partido el que, a pesar de todo, se mantiene en pie y ayuda con gritos"

En tiempos de gran desorientación laboral -y de muchas otras clases- como las que vivimos, acaso no sea mala idea escuchar lo que gente como Paco -gran pelotero- o Jose -generoso compañero- de la asociación Mater et Magistra nos está gritando: que aunque, como dijera el filósofo cordobés, la fortuna les haya cortado las manos, ellos no van a dejar de luchar, de hacer sociedad, y de pedir que les pasen la bola de vez en cuando para aportar lo mucho que llevan dentro. Aún se pueden hacer muchas cosas sin manos, siempre que haya voluntad al otro lado de esta ignominiosa -y casi siempre invisible- pared que hemos levantado entre "capacitados" y "discapacitados".

Cuando llegué a casa, tras la jornada, noté una sensación extraña adherida al cuerpo. Un perfume embriagador que me hacía sentir bien, lleno. Era el perfume de la dignidad que trajeron las personas de Mater et Magistra, los monitores, mi amigo Jose de Adecco. Una fragancia que mis hijos, como los de los demás, no percibieron, porque andan impregnados en ella desde que nacieron. Somos los adultos los que a menudo extraviamos el aroma conforme envejecemos, y por eso se agradece tanto que nos lo recuerden, siquiera de cuando en cuando.