domingo, 30 de mayo de 2010

Delicioso erizo

Pues me ha vuelto a pasar: tengo la intuición en racha. He vuelto a mariposear por los anaqueles de una librería y me he vuelto a topar con algo que no conocía, que me ha olido bien y a resultado ser sublime. En cierta forma, parece la continuación de Firmin, a quien ya dedicase una entrada. Y también, por supuesto, es otra cosa, y mucho más.

Voy a decir muy poco del libro, porque me parece incluso de mal gusto. Léanlo. Es una especie de nirvana para los espíritus inquisitivos, y a la vez, oh milagro, una llamada candente para los emocionales. Uno que piensa que las dos cosas son la misma o no son ninguna, a fin de cuentas, no se extraña; pero sobresalta comprobar que tanta poesía y sabiduría puedan correr de la mano, con tanta gracia, ironía y dulzura dentro.

¿Qué es un espíritu inquisitivo? Uno capaz de sorprenderse e interesado en hacerlo. Desde Aristóteles hasta Kant, pasando por Wittgenstein, son muchos los filósofos que han dicho que en el principio de la filosofía está siempre el asombro. Yo empiezo a intuir que es mucho más: que la misma felicidad es el estado de tensión propio de quien es capaz de fascinarse por la vida. Casi toda la gente a la que amo es así, así es que viene muy a cuento recomendar esta joya, que pienso regalar de cuando en cuando en un futuro próximo. No es un libro para todos (aunque sea un best-seller), pero hay algunos para los que parece especialmente escrito. Así es que lo repartiré con la delectación y el tino de un francotirador.

Quiero dedicar esta reseña a mi madre, a la que este libro no sólo le gustará, sino que, todavía más, me juego mi inexistente plan de pensiones a que logrará arrancarle esas lágrimas que tanto escatima.

Entre otras cosas porque comprenderá por qué se lo he dedicado - y servirá para recordarle que la quiero.

Sé lo que hemos estado haciendo desde el último verano

La entrada de esta semana va dedicada a mis colegas del baloncesto. Un grupo de gente estupenda, sana en el sentido avanzado del término, generosa y muy interesante. Siendo así a nadie debe extrañar que yo acuda a nuestra cita de cada martes con el celo con que el bueno de Woody Allen comulga cada lunes con su grupo de Jazz, aunque medie una entrega de Oscars de por medio. Pero el próximo martes me lo habré de perder porque tengo, agárrense a sus poltronas, la ceremonia de graduación de mi hija de seis años. Les juro por los bucles dorados de mi Claudia que ya adquirimos birrete, banda y toda la pesca. Así es que mientras conjuro mis sombríos pensamientos de imperialismo colonial yankee para recomponerme y disfrutar, que de ello se trata, con el evento, he pensado mandarles un mensaje desde la forzada distancia.

El mensaje es una exhortación para que acudan en masa en este mes de junio que cierra nuestra temporada a la sagrada cita del segundo día de la semana. ¿Y por qué? Pues si no puede ser por el placer de compartir un rato especial y disfrutar de un juego que enriquece en mil sentidos, que sea por lo que reza el título.

Porque sé lo que hemos estado haciendo desde el último verano.

Esa tableta de turrón de la caja de Navidad que, al fin de cuentas, no vamos a tirar (¿no?). Ese dont glaseado modelo-Homer-Simpson que nos hemos tomado el viernes por la tarde, con el cafecito, en justa venganza por el acoso al que nos somete un jefe obtuso. Esos tres cuartos de kilo de almejas de Carril que nos endiñamos sólo para hacerle gasto al plasta del primo Sebas -para una vez que se estiray para que le duela en lo más hondo de la cuenta corriente. Ese pedazo de tarta de chocolate que, no habiendo querido probarle a nuestra suegra cuando nos lo ofrecía (gesto patricio: "tengo que cuidarme"), hemos deglutido a hurtadillas al caer la noche, a deshora. Y, más que nada, ese Gin-tonic de propina ("sólo uno más, cariño") que hemos compartido con un hermano de alma y de género, al caer una tarde plomiza cuajado con el griterío de los niños revoloteando. Ese Gin-tonic, fratelli, que a nuestar edad es siempre e inexcusablemente en copa de BALÓN. Qué, como todo el mundo sabe pero nadie confiesa, ES EL DOBLE DE GRANDE.

Sea por todo ello, queridísimos congéneres. Pronto orillaremos en la playa y tocará subir la barrera protectora, y entonces ya será tarde. La vergonzosa -aunque gozosa- ampliación de nosotros mismos, dignamente ocultada hasta la fecha, será patente. Y no es que nuestras medias naranjas se duelan per se del hecho. Es que habrá cuñadas malencaradas y antiguas amigas desvencijadas que las rondarán para decirles, con falsa comprensión inyectada de bilis: "tu Paco ha esponjado, ¿no?". Y ello las herirá irremediablemente - por una pura cuestión de conciencia de género.

Evitémosle y evitémonos ese trago. Corramos como posesos unos cuantos martes más. Sudemos el bollo, la panceta, los moluscos y las bayas de endrino.

Yo de momento les prometo que este primer martes de ausencia me circunscribiré a la Cola-light y a las pencas de endivia con queso Philadelphia.

sábado, 22 de mayo de 2010

¿Cuándo se jodió España?

Hace unas semanas mi amiga Belén, a la que de cuando en cuando le gusta cabrearme con panfletos reaccionarios y otro material de similar pelaje (en el que a veces, como no, hay perlas buenas) me mandó un artículo que se titula como esta entrada. Poco después, nuestro amigo Miguel Ángel (digo nuestro porque tiene muchos y si lo conociesen desearían que fuese también el suyo) nos estuvo poniendo los belfos de pajarita con una prolija descripción de cómo nos vamos al mismísimo carajo, con todo lujo de detalles fiscales, financieros y macroeconómicos. Finalmente, sobrevino el Zapatazo. Y puesto que el tema me interesa (porque vivo en este país, más que nada) presento a continuación mi respuesta formal al baturrillo de despropósitos que se vierte en el susodicho artículo, coincidente con no pocas opiniones de personas allegadas, y añade el por qué que creo le faltaba al impecable obituario-Armaggedon de mi compadre don Miguel.

Porque a mi, triste de idem, me interesa infinatemente más saber la causa de la muerte que describir los olores que despide el corpore insepulto. Y no porque esto último no cuente: sino porque a un enfermo del futuro como servidor lo que le pierde es aprender de los errores, mirar hacia delante y buscar un porvenir distinto y mejor. Ya saben lo Kirkegaard (al que mentaban los geniales Faemino y Cansado): la vida sólo se comprende hacia atrás, aunque haya que vivirla para adelante. Pues eso: que o analizamos con mimo y honestidad cómo hemos llegado hasta aquí y, a renglón seguido, hacemos propósito de enmienda para cambiarlo, o va a haber de este fango y de esta miseria para repetir tres y cuatro veces. Y a lo peor hasta nos liamos a disparos de nuevo.

Creo que lo que dice el señor Centeno no es que sea mentira, sino que es una verdad de nivel inferior que enmascara otra verdad de mayor profundidad que queda sepultada si uno se queda con su análisis. Es decir: puede ser que la Transición fuera un fiasco, una componenda mediocre, y que lo que vino después terminara por apuntalar los clavos del ataud político en el que se ha convertido este país. Pero nada de eso importa un pimiento si antes no somos capaces de hacer valiente relación de nuestras culpas como ciudadanos. Porque ha sido culpa nuestra, por si no lo sabían. Culpa de nuestros padres, después la nuestra y a renglón seguido de la generación que sale bien calentita del horno.
Culpa nuestra por creer que la política es algo que deben hacer los políticos, porque a nosotros estos temas, que quieres que te diga compadre, ni nos van ni nos vienen. Culpa nuestra por confundir bienestar con felicidad, Canal+, vacaciones en la costa e hipoteca con vida realizada. Culpa nuestra por confundir gestión con política, por pedir que no nos molesten sino una vez cada cuatro años. Culpa nuestra por no saber distinguir entre educación y titulismo, entre lo que debería ser la nutrición efectiva de una ciudadanía independiente, pensante e implicada, con una factoría de profesionales aseados. Por entender que la vida laboral es una contrarreloj en pos de la jubilación, por creer que el bungalow en agosto, la botellona esta noche o el partidito del domingo (todas manifestaciones de un mismo fenómeno, cuando se convierten en fines en sí mismos) son la máxima expresion del estado de derecho.
Mal por nosotros por creer que la vida se emboca cuando te echas novia, te colocas (analicen el verbo, por favor) y te compras el primer pisito que será el último, con otro ropaje... si puede ser antes de los 30. Por convencernos de que cambiar de país para labrarse un futuro es cosa de guiris (porque aquí se vive como en ninguna parte ¿verdad que sí), por entender que la empresa es eso que hace un explotador a quien graciosamente entregamos el don de nuestro trabajo a cambio de un salario siempre indigno.

Culpa de nuestro padres por enseñarnos que la meta es orillar a los treinta, victoriosamente, en todo lo anterior, y culpa nuestra por tragarnos tan gustamente semejante bola. Culpa de varias generaciones que han entendido la vida como una sucesiva reducción de problemas, como un inmenso "que no me molesten", haciendo que la burguesía pretérita parezca una panda de exploradores desaforados puestos de sombrero ladeado y machete en ristre a nuestra vera. "Yo paso de política" ha sido nuestro grito, y ahora nos rasgamos las vestiduras y decimos "pero cómo es posible que sean tan retrasados". Pues no sólo es posible, sino que nosotros, con nuestra indolencia, los hemos alimentado. Les hemos dicho: la política es gestionar, la política es un trabajo. Y ellos han unido eso a nuestra máxima de que cada perro se lama su cipote, y se han dicho "chachi, vamos a ponernos" y vaya si se lo han lamido.

Existe, según creo, una terapia. Y consiste en dejar de vivir en el "tú" y en el "yo", y en el "ellos", y empezar a pensar en "nosotros". Consiste en volver a los orígenes de la democracia, cuando ciudadano no se nacía, sino que se valía. Sólo tenemos que podar las indeseables exclusiones gratuitas (en su día mujeres, niños, metecos, esclavos) y empezar a excluir al que "pase" del tema. Tenemos una tecnología que es prácticamente ubicua y que se puede hacer efectivamente ubicua ofreciendo en según que fechas los recursos del Estado aquienes no se pueden permitir un PC de 200 €. Ahora hay que tener lo que hay que tener para decirle a la gente que muchos temas tendremos que decidirlos entre todos, pero que habrá que dedicar tiempo a instruirse, y que el que pase pierde el derecho de protesta. Tenemos que reservar horas para hacer política, y ya se pueden suponer a qué nobles ocupaciones habrá que restárselas. Habrá que ejercer ciudadanía para poder reclamarla.

Mientras eso no ocurra, mientras no nos demos cuenta que para regular la vida en comunidad tenemos que pensar primero en términos de comunidad, no habrá esperanza de cambio. Nos seguiremos ciscando en sus muertos, seguiremos pataleando atónitos ante tanta mediocridad, pero sin paso al frente, sin el fin del pasotismo y del escepticismo a ultranza, no habrá un mañana distinto de este que estamos vislumbrando.

Y como dicta el ojo clínico de don Miguel, irá a peor.

miércoles, 5 de mayo de 2010

El sabio que comía pepinillos

Empecé hace cinco años, según recuerdo. Volvía yo entusiasmado de una formación de empresa en liderazgo (“Growing Leaders” se publicitaba, oscura esperanza para un bajito ¿incurable?) y estaba el concepto fresquito: storytelling. Me lo explicaba un enorme maestro que responde al nombre de Stefan Wills, ahora también amigo, al que siempre estaré agradecido por aquellas tres semanas de curso. Storytelling es el arte de contar historias para persuadir, explicar, arrastrar, enseñar, seducir; para liderar, en suma. Algo que suena a último chillido del penúltimo mega-gurú americano pero que viene por lo menos desde Homero, ahí es nada. “Cuenta historias”, me contaba el bueno de Stefan. “Una directriz, un discurso y no digamos una lectura de un procedimiento se olvidan a los pocos instantes, pero una buena historia no se olvida jamás”. Así es que me dije que iba a ponerlo en práctica a ver por donde salía el tiro, si por delante o por la culata.

Viene al caso una aclaración previa. Por mi trabajo, y por dónde trabajo, el caso es que entre nuevas incorporaciones, sustituciones y prácticas tengo la responsabilidad –y el placer- de tener que “introducir” a cierta cantidad de personas en la compañía que eventualmente me financia la hipoteca y mis otros caprichos. Una parte fundamental de ese proceso consiste en explicarles qué lugar es éste al que llegan, qué se espera de ellos, que ventajas e inconvenientes tiene, etcétera. Yo acababa en aquel entonces de adquirir esa responsabilidad como director de departamento, y llevaba algún tiempo dándole vueltas al asunto de la charlita introductoria. No me gustan un pelo -ya no- los discursos ampulosos y los púlpitos me dan bastante grima (los pulpitos, en cambio, me encantan –perdón-), así es que me vino como anillo al dedo el susodicho storytelling.

La vuelta en avión desde Mülheim me la pasé dándole vueltas al asunto de la historia en concreto que iba a contar. Porque una cosa es el “conceto”, que diría Manuel Manquiña, y otra muy diferente el plasmarlo en algo que se pueda contar. Rememoraba, entre turbulencia y turbulencia, cual Pequeño Saltamontes, el consejo de Stefan (“cuenta algo que conecte contigo”), cuando se me ocurrió recurrir a un cuento zen. El mundo zen es algo a lo que vuelvo siempre que puedo, algo especial para mí. La idea era pues mandar esos mensajes introductorios encerrados en una fina cápsula con forma de cuento chino (japonés). Con la ventaja añadida de que los cuentos zen no tienen una fácil moraleja como los clásicos de Perrault o d elos Andersen (que también tienen su miga), son más abiertos y ricos en la interpretación. ¿Cuál usar, entonces? La bombilla se encendió y así se insertó en mi modus operandi este divino sabio que comía pepinillos del que les hablo.

Debuté con una tal Natalie, ahora buena amiga (¡y vecina!), y en el lustro que ha pasado no ha dejado de darme satisfacciones. Primero, porque parece funcionar muy bien con el resto de cosas que organizo en esos pasajes introductorios. Eso dice la gente y aunque uno no puede fiarse demasiado de lo que escucha cuando es “jefe” (una palabra que por otro lado detesto), creo que lo dicen de veras. Segundo, porque todos parecen recordarla con nitidez sin que el paso del tiempo les haga mella –y hasta más de uno me ha confesado que la ha incorporado a su repertorio, dentro y/o fuera del trabajo. Y, tercero, y más que nada, porque me encanta contar historias y porque lo paso bomba con la puesta en escena y ahora que me he perfeccionado puedo incluso registrar la cara de mis interlocutores, que se debaten en tremenda lucha por no salir corriendo, soltar una mueca en plan “este-friki-de-qué-va”, reírse o llorar al comprobar en el extraño sitio en el que han entrado a trabajar y el excéntrico “jefe” que les va a tocar soportar.

Aunque al final, según parece, le encuentran su sentido. Razón por la cual, ahora mismo, yo les voy a contar la historia a ustedes.

Un joven de aspecto insulso pertrechado con un bote de pepinillos hace acto de presencia en las puertas del monasterio Han-hsin. Lleva una nota en la mano que hace entrega a su abad, el venerable Tun-Wang , que ha sido alertado de la presencia del desconocido muchacho. La nota la firma el noble Chin-Mang, antes compañero de estudios y que semanas antes ha recibido una carta del propio Tun-Wang en busca de consejo. Han-hsin es una gran institución, pero su director espiritual tiene un problema: se hace mayor y no da con un sucesor viable. En la nota, su amigo Chin-Mang le cuenta que se está muriendo, pero que, antes de acceder a una nueva reencarnación, pretende ayudarle en su dilema enviándole a su pupilo Wu-Ming. Ese que ahora sonríe, pepinillos en ristre, a las puertas del monasterio y que en lugar de repartir las habituales reverencias y hacer apología del silencio le pregunta, con una inmensa sonrisa en el rostro, qué hay para cenar. Sus únicas necesidades, según le cuenta, son los pepinillos y el sueño. Es de una simpleza total.

Han-hsin no es un lugar fácil para vivir. Los monjes trabajan duro, duermen poco, se esfuerzan hasta los límites. La rivalidad y la ambición, aún desde la búsqueda de la excelencia personal, son enormes. Así es que el perplejo maestro Tun-Wang cree que con la llegada del nuevo monje sus problemas, lejos de solucionarse, se van a multiplicar.

Pero contra todo pronóstico, Wu-Ming encaja a las mil maravillas allí. Le encanta su simple trabajo en las cocinas, donde pela una verdura detrás de otra. Cuando los monjes se reúnen en la sala de meditación, puede verse a Wu-Ming en ejemplar postura del loto, con gran paz interior… durmiendo como un bendito. Cada cosa que el resto de monjes alcanzaba con gran esfuerzo y dedicación era accesible al joven Wu-Ming sin aparente esfuerzo.

Por turnos sus compañeros se muestran celosos, perplejos, hostiles, irritados, pero finalmente caen rendidos a la “profunda” sabiduría del nuevo practicante, hasta el punto que su sonrisa y su facilidad al acometerlo todo (la marca del Gran Camino) van labrando su leyenda. Sus respuestas a las inquisiciones de sus colegas son certeras, brillantes e instantáneas. Si alguien le pregunta “qué es lo más maravilloso del universo”, él responde, previsiblemente: “los pepinillos” (zampándose un par a modo de ejemplo). “El universo es un pepinillo y un pepinillo, el universo”; piensa el interrogador. Pero Wu-Ming insiste en que se deje de tonterías, que un pepinillo es un pepinillo y ya está. Entonces, la iluminación golpea al interlocutor de manera definitiva: “el universo es deliciosamente agrio”.

Muchas otras anécdotas del mismo tenor construyen su fama, la cuál llega a oídos del emperador, que le llama a consultas junto a Tun-Wang como representantes del budismo en el debate de las religiones. El emperador, en efecto, ha decidido que la enorme diversidad de cultos del reino es fuente de confusión, y quiere nombrar una religión oficial. Durante tres largos días las distintas delegaciones confucianas, taoístas, etc. exponen al emperador sus razones sobre por qué sus doctrinas deben ser las elegidas.

Wu-Ming, que asiste con Tun-Wang al despliegue teológico, está cualquier cosa menos a gusto. El tumulto imperante y las largas jornadas le impiden dormir, y su provisión de pepinillos empieza a mermar severamente. Está descolocado. De modo que cuando el chambelán les hace llamar en presencia del emperador, Tun-Wang se teme lo peor. Si por el algo es conocido el emperador es por su absoluta falta de sentido del humor, así es que la situación, con un Wu-Ming somnoliento y cariacontecido, deviene imprevisible.

Ya en presencia del Hijo del Sol, el chambelán les transmite la pregunta clave: “Honorable Wu-Ming, su Majestad ha recibido noticias de vuestra fama en el Reino como hombre de elevada sabiduría. Su pregunta, como al resto de personas aquí presentes, es la siguiente: ¿por qué debería ser la doctrina que vos practicáis la elegida como espiritualidad oficial del Reino?”.

Sigue un silencio sepulcral de Wu-Ming. Tun-Wang, que teme que finalmente haya cogido el sueño, estira con fuerza pero también con disimulo la coleta del monje para hacerlo reaccionar.

El chambelán comienza a enojarse: “Honorable Wu-Ming, el Emperador no espera. Desea que sus órdenes se obedezcan. No atender a sus requerimientos sería interpretado como una enorme falta de respeto”.

Tun-Wang suda copiosamente. No es la primera vez que un error así se salda con la cabeza de los ofensores en el suelo. Pisa a Wu-Ming, que tiene los ojos cerrados, con gran violencia. Este parece alzar la vista, para sumirse en su retiro mental después.

Ahora no sólo el chambelán, sino el propio emperador muestran su enfado; éste aparta a aquel y toma la palabra en tono airado: “¿Qué esperas, desdichado? ¿Osas deshonrar así a tu Señor? ¿Acaso no te han hablado del hacha de nuestro verdugo? Responde o muere: ¿por qué habríamos de escoger tus doctrinas como religión del Reino?”

Y en estas Wu-Ming, se da la vuelta y se va. Ninguno de los presentes da crédito a lo que está viendo: le ha dado la espalda al Hijo del Sol y ha cruzado los grandes portones, perdiéndose en un largo pasillo. El aliento de los presentes puede masticarse; todos aguardan la condena del emperador, que piensa para sí: ¿qué hago? ¿cómo encajo este desaire y lanzo un mensaje conciso a mis súbditos?

Entonces, el emperador toma la palabra, y dice: “Wu-Ming, en su inmensa sabiduría, acaba de escenificar para nosotros cuál es la mejor opción. Cada cuál ha de tomar su propio camino, y no tiene sentido limitar el secreto Camino del Cielo a una sola forma, a una sola opción. Podéis marcharos, no habrá religión oficial”. Una explosión de júbilo saludó el hallazgo de tan grande verdad.

Tun-Wang, aún sobrecogido, corrió a la calle a buscar a Wu-Ming, pero este ya se había perdido entre la muchedumbre. Al parecer, pasó el resto de sus días vagando por el mundo, hospedándose entre buenas personas que, a cambio de su involuntario consejo, le ofrecían un lugar donde dormir y algunos pepinillos que comer. Cuentan que casi al final de sus días pretendió volver a la casa en la que había nacido, y que en su búsqueda preguntó a otro monje con el que se topó:

“¿Sabes en qué dirección he de tomar para encontrar mi hogar?”

A lo que éste le respondió:

“¿Te refieres a tu hogar en el tiempo y espacio físico o al Hogar original de la inmortal naturaleza del Buda?”

Tras tomarse unos segundos de pausa reflexiva, el ya anciano Wu-Ming miró a su joven interlocutor, sonrió como sólo él sabía sonreír y le respondió a su vez:

“Sí”

Y ahora les digo lo mismo que a sus originales oyentes.

¿A ustedes que les sugiere esta historia?