martes, 10 de mayo de 2011

Paralelismos

El otro día, en un caseta de la Feria de Abril sevillana, pusieron de patitas en la calle a dos hombres a los que les dio por marcarse una sevillana juntos. Por muy buenos motivos, se ha montado el pollo, y buena parte de la ciudad -aquella a la que le importan los derechos humanos, para ser exactos- se ha alzado indignada contra una medida que vulnera principios que teníamos por asegurados. Siempre y cuando, y de ese supuesto se parte en lo que sigue, la cosa fuera como la cuentan demandantes y testigos aparecidos en prensa- que su única transgresión consistió en ser dos hombres que bailaban, y que el resto de sus acciones no fueron más impúdicas que la de los heterosexuales allí presentes.

Esta clase de atropellos livianos (la feria pasada le tocó también a dos hombres, por besarse) resultan en cierto modo saludables, en tanto en cuanto nos recuerdan que las conquistas políticas y morales están siempre en la picota, que siempre se puede involucionar, y que la tan mentada ciudadanía hace bien en no dormirse en los laureles del postmodernismo y la globalización para darse cuenta de que para atrás siempre cabe volver. Una especie de vacuna democrática para evitar que vuelvan las torturas, los internamientos y las ejecuciones. Una oportunidad en suma para regocijarse de la existencia de mecanismos de defensa para las minorías, las cuales, gracias a Dios, se tienen que preocupar de estas pequeñas humillaciones en vez de suplicar, si estuviesen en Kabul por ejemplo, para que la lapidación terminase cuanto antes.

Pero lo que quiero es utilizar el pequeño delito y las emociones que ha despertado para explicar otro asunto en el que a veces no me sé hacer entender cuando surge el debate. Y es la cuestión sobre el celibato eclesiástico. Servidor piensa que dicha institución, en tanto que sea obligatoria para poder desempeñar el sacerdocio, supone la flagrante vulneración de un derecho fundamental, que en tanto tal, no debería ser admitida por las autoridades competentes. Que no está en manos de esta o aquella organización ponerse a los derechos humanos por montera con la excusa de la historia propia o el derecho a autorregularse de que dispone cada grupo humano. Pero a servidor son muchos los que le han dicho que se equivoca.

La mayoría aduce que el derecho de admisión tiene estas cosas. Que uno puede libremente hacerse cura o no, y que de querer serlo (sarna con gusto no pica), ahí están las normas de régimen interno para acatarlas. Y que al que no le guste que se vaya o que no entre. Me parece que este razonamiento es punto por punto análogo con el que esgrimieron los socios de la caseta que enseñaron el camino de salida a los dos gays danzantes, y a los ¿pocos? que después les han hecho palmas con el muy burdo argumento de que en su caseta, o en su casa, cada uno hace lo que le viene en gana. Lo que me fascina es que haya quien no sea capaz de ver el paralelismo ineludible que se da entre ambas formas de enfrentar los derechos inalienables - como algo que rige en la calle, pero no en la caseta de uno, ni en una organización consagrada como es el caso.

No es lo mismo, se me ha dicho, por un detalle - en la Santa Madre Iglesia se indica, negro sobre blanco, que esta norma aplica. No vale llevarse a equívoco. ¿Quiere eso decir que sin la susodicha caseta hubiese un cartel indicando la prohibición que viene al caso no habría de qué quejarse? Pues me parece que no. Sería como colgar el mensaje "aquí no pueden bailar los negros". Esta última indicación sería más escandalosa, pero sin motivo: el derecho a no ser discriminado por motivos raciales comparte párrafo con el que sanciona como delita la discriminación por sexo.

Como esto es así y es demoledoramente irrebatible (si es que uno suscribe la Declración de los Derechos Humanos, claro está), he escuchado o más bien inferido muchas variantes a este razonamiento para justificar que lo de los curas es razonable mientras que lo de la caseta no. Algunos estiman que el hecho de estar casado interfiere gravemente con el desempeño del ministerio. Que un cura casado no puede cumplir bien con su trabajo. A mi me parece que afirmar tal cosa no sólo es despreciar la labor que ejercen aquellos sacerdotes de aquellas religiones que no ponen trabas al matrimonio (bien cerquita están los pastores luteranos, v.g.), sino que además es una demostración de ignorancia histórica.
Durante siglos, los sacerdotes católicos pudieron casarse, y no veo cómo pueda argumentarse que aquellos no cumplieron bien con sus obligaciones. El celibato, como casi todos los dogmas vaticanos, no deja de ser una circunstancia histórica sujeta a cambio. La principal razón por la que la SMI lo instituyó es por los quebraderos patrimoniales que le producía el hecho de que los bienes sacerdotales pudieran ser heredados por los hijos de los sacerdotes, obispos y otros cargos de la época. Y es que la pasta tiene razones que la metafísica gustosamente después sanciona.

Por lo demás, me gustaría que alguien me explicase cómo puede ser que estar casado distraiga al sacerdote de sus obligaciones pastorales. Es cierto que mantener una relación de pareja y educar a unos hijos detrae energías - pero desde luego también puede aportarlas -no sería la menor de las ventajas que los curas supieran de lo que hablan cuando dan esos jugosos consejos matrimoniales a sus feligreses. Mantener tal memez sería como negar la posibilidad de tener familia, amistades, etc. a un sacerdote, con el pretexto de que lo "dispersan" de su atención a la comunidad. O decir que si le gustase pescar, tomarse Coca-Colas en el bar del pueblo o hacerse del Real Betis Balompié le llevaría al mismo fracaso. ¿Quién es valiente capaz de sostener que Vicente Ferrer podría haber prestado un mejor serivicio en Anantapur de no haber estado casado?
Los ejércitos lo saben, y las empresas también - una persona emocionalmente estable es tanto más productiva que una que no (en principio, y por ese motivo). Con todos los respetos: no debe ser aquella una labor más absorbente o demandante que la de un cirujano, un bombero, un policía o un psicólogo, y a ninguno de estos se les prescribe castidad para que puedan atender adecuadamente a sus atribuciones. Según algunos, el sacerdote ha de estar preparado para salir pitando hacia Uganda si sus superiores se lo indican. No estoy seguro de que sea verdad; pero, de nuevo: los marines se casan, y no parece que existan informes que desaconsejen que sigan haciéndolo, bajo el pretexto de que, quienes están casados, resultan ser peores soldados.
Por lo demás, me parece una inmensa ironía defender que la vida está por encima de todas las cosas, que no hay bien más preciado que un nuevo ser que llega al mundo, al tiempo que se impide, para la propia plantilla, que ninguno contribuya a la felicidad de repoblar sin fin este huérfano mundo. ¿En qué quedamos? ¿Hay o no hay nada más grande que dar la vida? ¿Y qué le impide a un padre o a una madre pastorear almas?

Lo que atisbo, pero que ninguna persona razonable que defiende el celibato con la que he hablado se atreve a confesar, es que en el fondo lo que se postula es una diferencia de valor moral y cristiano en el célibe frente al casado. Que por cierto, ha sido doctrina de la SMI desde que san Pablo dejase bien clarito que lo del matrimonio era para aquellos que, simplemente, no pudieran lograr la excelencia de resistir y hacerse célibes. La posterior versión de Escrivá de Balaguer, más franca, fue que el matrimonio era "para la tropa". Desde la caída damascena hasta hoy son multitud los concilios que han sancionado la diferencia de grado, la distinta calidad que tiene el célibe frente al que no lo es. Verbigracia: sólo un célibe puede llegar a papa. Es eso y no otra cosa lo que mantiene el celibato, lo que impide erradicarlo; lo honesto sería decirlo, y dejarse de marear la perdiz con otras excusas falsas aunque más confesables.

Dicho lo cual, como diría Red Buttler, francamente queridos, me importa un bledo. Le digo a Roma lo mismo que a los socios de la perversa caseta: no tienen ustedes derecho alguno a legislar normas internas que conculquen los derechos humanos. Me importa un soberano rábano que ustedes paguen sus cuotas, tengan sus tradiciones, o cualquier otra razón que quieran esgrimir. El derecho de admisión está muy, pero que muy por debajo de la Declaración Universal del 48, y el que quiera bailar en su tablao o pastorear almas en sus congregaciones tiene derecho a hacerlo y a casarse, tener hijos, o suscribir inclinaciones sexuales heterodoxas. Y ustedes, con dicha Declaración en la mano (lo más potable en derecho internacional que hemos parido nunca, por cierto), están fuera de la legalidad y deben ser castigados por ello. Los que sostienen que el sentido común y las tradiciones están por encima de aquella, me parece que no saben muy bien en qué jardín peligroso se (nos) están metiendo.

Lo que pasa es que con la SMI siempre hay que tener una paciencia especial. Ellos llevan su ritmo, necesitan más tiempo; las religiones son las niñas mimadas del Estado de Derecho. Por eso no se las puede multar, sancionar, llevar al redil humanitario por la misma senda que a todos. No se nos vayan a enfadar. Ya el oscarizado Wojtila confesaba a petit comité que la abolición del celibato y el acceso a las mujeres al sacerdocio (que esa otra) era inevitable, pero que él no quería ser recordado por ser el papa que lo llevó a la práctica. Paciencia. Como la que pedía la Iglesia Norteamericana a Martin Luther King, encarcelado en Birmingham, respecto de la solución de la exclusión racista. Las cosas de palacio, todo el mundo lo sabe, van despacio.
Tengo algún amigo que me afea que critique a una institución que en general respeto y admiro -a la gente que la compone, a las bases, porque de la jerarquía tengo una opinión algo más tibia. No estoy de acuerdo. Me parece que la Iglesia hace una enorme labor social y humanitaria. Pero eso no quiere decir que sea inmune a la crítica. Faltaría más. Tengo, lo digo siempre, un buen puñado de amigos católicos de fuste. Pero sigo pensando que la mejor manera de respetar una institución es criticarla para que mejore. Es lo que hago en mi empresa, que es la única institución a la que de momento pertenezco; es algo que aplico igualmente a mi comunidad de vecinos, a mi ciudad, a mi país, o a mi propia familia. La crítica fortalece, y la connivencia con lo que no funciona en aras de una supuesta "lealtad" me parece perjudicial a largo plazo. Que no se nos olvide que tenemos derechos gracias al disenso, en la mayoría de los casos; el consenso viene después, para los detalles y los reglamentos.

Luego están a los que extraña profundamente que el matrimonio sea un derecho fundamental (artículo 15 de la declaración Universal, para ser exactos), cuando a ellos les parece que se trata más bien de un mal que debería ser prohibido por las autoridades sanitarias. Pero son los menos.

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